Tema
11: De la narrativa romántica al Realismo en Europa.
-
Fin del
romanticismo
- Período de
transición.
- El orden
cronológico y las individualidades.
- Carácter
cosmopolita del romanticismo. Francia se reconoce y diferencia, concentrando,
mediante la evolución hacia el realismo, su espíritu nacional.
- Influencias
extranjeras.
FIN DEL
ROMANTICISMO
Las figuras principales de la narrativa
romántica fueron: Chateaubriand, madama
de Staël, Lamartine, Alfred de Musset, Víctor Hugo, Alexandre Dumas, George
Sand, Teóphile Gautier.
El movimiento romántico no se explicaría sin
ciertos factores que a él concurrieron; por eso traté de la reacción religiosa,
del neocatolicismo, representado por nombres tan claros como los de
Chateaubriand, . La transformación de los estudios históricos por el
advenimiento de la escuela pintoresca, a que dio vida el genio de Walter Scott,
merece capítulo aparte. Por último, cité la aparición de otra forma literaria,
que, en rigor, es patrimonio del siglo XIX: la crítica, con su doble carácter
objetivo e intuitivo, tema sobre el cual habrá que insistir, pues requiere
mayor espacio, y cada día se impone con superiores títulos a la reflexión y
hasta al sentimiento estético.
Al llegar a la época contemporánea, la
considero dividida en tres períodos: el primero, de transición del romanticismo
al naturalismo; el segundo, de naturalismo, y el tercero, el actual, de neoidealismo,
decadencia y anarquía. Fases sucesivas de una rápida descomposición de los
elementos románticos supervivientes, que, sin embargo, persisten y resisten,
luchando con la reacción hacia el clasicismo diez y ocheno, con el espíritu
científico democrático, con las influencias nuevas y las tradicionales, y
retoñando donde menos se espera, a fuer de árbol que arraigó muy hondo, y de
cuyas radículas todavía quiere brotar vegetación frondosa.
Y ha solido
suceder con esto lo que con el cristianismo naciente. Llamamos Era cristiana a
siglos en que, si indudablemente la inspiración y la frescura auroral estaban
en los innovadores, había en realidad muchos más paganos que cristianos, y
puede asegurarse que la sociedad, pagana fue en conjunto. Cada escuela literaria
nace bajo el poder y el dominio de otra escuela: es reprobada y condenada casi
como herejía; combate mientras alienta, mientras lleva en sí fuerza de
espontaneidad, y empieza a decaer cuando parece asegurada su victoria. Nunca
fenece por entero sin embargo: declina lo circunstancial, lo accidental,
generalmente la envoltura retórica. Pero el alma de verdad que
indefectiblemente contiene toda doctrina, la suma de revelación que aporta, es
lo que perdura y debe perdurar. Sin duda la literatura se ha desenvuelto
sucesivamente; sin duda el clasicismo precedió al romanticismo; pero cuando
estudiamos los fenómenos no se encuentra la solución de continuidad, y
adviértese que el clasicismo, no en lo que tenía de formal, sino en su esencia,
íntimamente unida al genio nacional francés, nunca desapareció, y sólo aguardó
momento favorable para echar por tierra al romanticismo.
Recordemos cómo Gautier lo hirió en la medula
proclamando la impasibilidad y la impersonalidad del arte. Asomaron a favor de
esta doctrina, como elementos de transición, entre el renaciente espíritu
clásico, el realismo y el naturalismo.
Y no faltó una señal anunciadora de grandes
cambios, el impulso hacia la unidad en las nuevas direcciones. Así como los
románticos habían sido unos por el lirismo
(cualquiera que fuese su nota propia), los realistas y naturalistas fueron unos por la impersonalidad; la aleación romántica
que les quedaba pudo medirse por la dosis de lirismo que conservaron. El que,
años después, se colocó a la cabeza del naturalismo, Emilio Zola, reconoció la
aleación, y habló del lirismo como de un tumor o cáncer que padecía y que jamás
había conseguido extirpar enteramente.
A pesar de estos rezagos de romanticismo, más
tenaces y visibles en ciertos géneros y en ciertos autores, la evolución es
tal, que puede decirse que el arte literario gira sobre su eje. El cambio
rebasa de los límites de la forma y de los accidentes de la composición, y
llega hasta la substancia del arte. No fueron el realismo y naturalismo (como
superficialmente se ha afirmado y como aún se oye repetir sin examen) una moda literaria (no existen tales modas, en el sentido arbitrario) sino una transformación, la más profunda que
puede sufrir el arte, al variar de un modo radical los principios a que obedece
(conscientemente o no) su desarrollo. Quizás cabría comparar esta evolución al
paso de la Edad Media al Renacimiento. Y, en efecto, al afirmar contra el
romanticismo la representación objetiva de la realidad, sin quererlo ni
saberlo, las letras se convertían hacia aquel tan odiado clasicismo, fórmula a
la cual, por muchos conceptos, pertenecen los tempranos anti-románticos, los
psicólogos y los realistas, anunciados por Stendhal.
PERIODO DE TRANSICIÓN
Stendhal es el primero de los escritores
complejos e híbridos que encarnan la transición, y que, arrastrados por el
romanticismo, o anclados en el clasicismo, van, sin embargo, insensible e
involuntariamente, a abrir la zanja y echar los cimientos, no sólo del
naturalismo, sino de escuelas más modernas que sobre las ruinas del naturalismo
se han alzado. Se les ha llamado repetidas veces precursores del naturalismo, y
lo son, en efecto; como tales se les ha estudiado, y como tales era lícito
estudiarles; pero también cabría tenerles por testamentarios del romanticismo o
predecesores geniales y nunca sobrepujados de las tendencias ultramodernistas.
Recurriendo al vocabulario de la arquitectura, diré que son escritores del
orden compuesto.
Nota característica de estos escritores que he
llamado de transición, que les distingue de los románticos: no se presentan
como vates, sino como investigadores: su forma propia es épica-objetiva. El hombre
sale de sí mismo y espacia la mirada en derredor suyo. Los que no son realmente
novelistas por la creación de la fábula (en la escuela que va a surgir, lo de
menos), pertenecen, sin embargo, a la epopeya; son, antes que entusiastas, narradores y
observadores. Bajo el romanticismo se hacía gala de sensibilidad exaltada y
enfermiza; y ya, como si se agotase un manantial vivo y fluyente, se retrae la
sensibilidad, o mejor dicho, se oculta su manifestación externa bajo una capa
de impasibilidad irónica o marmórea. Del campo romántico venía Teo, y no pudo idear cosa más mortal para el
romanticismo, agitado y confuso, que la frialdad pagana unida al culto
idolátrico de la forma.
EL ORDEN CRONOLÓGICO Y LAS INDIVIDUALIDADES
Dentro de la misma corriente, trayendo
afirmaciones nuevas, encontraremos a autores tan diferentes como Stendhal y
Próspero Mérimée, Gustavo Flaubert y Honorato de Balzac, Ernesto Renan e
Hipólito Taine.
Puede inducir a error, al considerar la época
naciente, la cuestión de cronología. No duró mucho el romanticismo, pero los
grandes románticos sí; sobrevivieron al hervor y oleaje de su juventud, y
prolongaron, con su existencia y longevidad, con su laboriosidad, la ilusión de
que el romanticismo perduraba. George Sand vivió hasta 1876; Víctor Hugo hasta
1885, mientras Stendhal, que representaba la evolución por la cual Sand y Hugo
fueron arrollados, falleció en 1842, Balzac en 1851, Baudelaire (padre de
tantas direcciones ultramodernas) en 1867, y Próspero Mérimée en 1870. Datos
que conviene no olvidar, y que prueban cómo las tendencias características de
un período literario y social, que se afirman por medio de algunas individualidades
poderosas, cumplen su desintegración totalmente, sin que les valga ya el
auxilio de esas mismas individualidades, que, en tal respecto, han perdido toda
su eficacia, toda su virtualidad, aunque continúen produciendo, y obras no menos
bellas, quizás superiores a las del período apostólico.
Hay varios aspectos del romanticismo francés
que suelen pasar inadvertidos; si los tomamos en cuenta, quizás interpretemos
mejor los caracteres de la transición,
el paso de la exaltación subjetiva a la impersonalidad y la objetividad, del
sentido lírico al científico, del romanticismo al realismo y al naturalismo,
que se verifica durante el período comprendido entre el advenimiento del
segundo Imperio y el último tercio del siglo XIX.
El
romanticismo francés, por su exuberante fecundidad y por el influjo de
comunicación y difusión de las ideas que siempre ha ejercido Francia,
especialmente desde fines del XVIII, pudo llegar a erigirse en norma de otros
romanticismos que a primera vista parecían nacionales, y no lo eran sino a
medias; por ejemplo, el ruso y el español. A la vez -y esto explica mejor el fenómeno- era inherente al
romanticismo francés, no sólo la expansión cosmopolita, sino la curiosidad viva
y noble de todo lo extraño y nuevo, y la aceptación de cuantas formas de
hermosura y poesía surgen y caben en el vasto mundo. Imitando a Roma, Francia
admitió en su Panteón las teogonías bárbaras, sin exceptuar ni al «ladrador
Anubis». Fue el período triunfante del romanticismo un momento en que Europa se
entró por Francia adelante, y Francia, a la recíproca, se derramó por los
últimos rincones de Europa. Después, el arranque expansivo se contuvo, y para
contrarrestarlo nacieron la desconfianza y el exclusivismo pseudo-patriótico.
En esto, como en todo, Napoleón presumió de
desviar las corrientes profundas con un gesto de su imperial mano, sin perder
ocasión de manifestar antipatía al romanticismo extranjero, contrario, en su
opinión, al sentido íntimo del pueblo francés. Era inútil; la «cándida y
soñadora» Alemania, derrotada en los combates, vencida en Jena, triunfaba en
los espíritus. Y no era Alemania solamente. Era Inglaterra, era Escocia y sus
lagos azules, Irlanda y su elemento demográfico tradicional, Italia, España,
Rusia. Invasión provocada por el conquistador mismo, que había forzado a
aproximarse con violento empuje a los pueblos y a las razas.
Si en personalidades buscamos ejemplos para
demostrar cómo Napoleón, a pesar suyo, fundió al extranjero con Francia, bastará
recordar el caso de Heinrich Heine. El «más francés de los alemanes» -que es,
sin embargo, el más grande entre los poetas líricos de su tierra, y que lleva
la esencia de la poesía germánica, la voz de oro del hada Loreley, al alma
escéptica y positiva de París- quizás nunca hubiese cruzado la frontera para
vivir en Francia como en una segunda patria, si en casa de sus padres, siendo
él niño, no se aloja el tambor Legrand, para infundirle, con el redoble de sus
palillos, el entusiasmo épico del Emperador, a quien entonó tan magnífico ¡hosanna!, y para inspirarle la obra maestra de Los dos
granaderos. No es dudoso
que Napoleón, como todo hombre de acción muy extensa, consiguió a veces
exactamente lo contrario de lo que se proponía. Su obra, que anhelaba fuese
nacional, se convirtió en internacional, y el romanticismo, en quien veía un
enemigo, cundió gracias a él y a la Revolución, que sembró y dispersó hacia los
cuatro puntos cardinales a tantos franceses ilustres.
Para mí no ofrece duda: es la historia, son
sus vicisitudes, lo que divide en dos etapas muy caracterizadas y contrarias la
literatura francesa moderna: el período de amplia asimilación y el de
eliminación, una época en que a Francia le interesa todo, y otra en que tiende
progresivamente a no interesarse en realidad sino por lo propio, bien definido
como tal -y acaso únicamente por lo parisiense-. En apariencia, Francia
continúa siendo hospitalaria, acogiendo a los escritores extranjeros,
ensalzándolos, festejándolos; pero esto es una cosa, y otra la penetración y
trueque de almas. De la hueste romántica, los más insignes -Chateaubriand, la
Staël- están embebidos de sentimiento y literatura inglesa o alemana. Y el
autor de Atala todavía va
más lejos: trae el sentimiento de países desconocidos. Es una generación de
golondrinas emigradoras; mal de su grado, los trastornos políticos las arrojan
anticipadamente de la bella Francia, toda abrasada y toda sangrienta, y
las empujan hacia países donde el romanticismo ha germinado desde antiguo, entre
las brumas del Norte. Y al ponerse en contacto con nuevas ideas y nuevas formas
de lirismo, se estremecen con la alegría peculiar del descubridor y el viajero.
El romanticismo atraviesa entonces su edad heroica.
Si el romanticismo no debiese tanto por otros conceptos
a Chateaubriand y a su gloriosa émula, bastaría deberles esa fundamental
dirección, ese movimiento de incalculable fecundidad y trascendencia -el
cosmopolitismo literario-. Chateaubriand y la Staël no se limitaron a poner en
relación con Alemania y la Gran Bretaña a los franceses: también les incitaron
a que penetrasen en Italia, apoderándose de un mundo de arte, sensaciones y
recuerdos. A España le llegó la vez más tarde, con la segunda época, la
plenitud del romanticismo. Pero dada estaba la señal, y hasta los más apartados
confines de Europa había de llegar el soplo entusiasta, el mutuo abrazo. Del
propio modo el españolismo de Víctor Hugo (tan falso y tan retórico como se
quiera que sea) procede de la guerra, procede de la historia.
Francia ejercía, en semejante ocasión, de
agitadora por las armas; pero mientras sostenía la guerra y vencía, acogía las
ideas del extranjero y el enemigo, las cobijaba en su seno, las amparaba y se
dejaba vencer por ellas muy gustosa. Así ejercitaron sobre Francia y sus
escritores tan decisivo ascendiente Schiller y Schlegel, Byron y Coleridge, el
falso Ossián y el pintoresco Walter Scott. Cuando influimos los españoles fue
por nuestro raro y poético sello nacional, por nuestro color, nuestra luz,
nuestras costumbres y supersticiones, nuestra alma colectiva, y asimismo por
nuestro pasado, visto al través de las narraciones de viajeros artistas,
Mérimée, Gautier -y de los críticos enamorados del Romancero, de Calderón y
Lope-, los eruditos alemanes.
Somera ojeada basta para que nos demos exacta
cuenta de la evolución, en este terreno, de la literatura francesa; del
movimiento rápido con que abrió sus valvas para recibir el agua del Océano, así
como ahora las va cerrando lentamente, viviendo de su propio jugo. Después de
la legión de emigrados literarios, Chateaubriand, la Staël, de Maistre; de los
viajeros, Lamartine y Mérimée; de Musset, cuya fantasía vive en Italia, en la
Italia sugestiva y dramática del Renacimiento; del otro viajero infatigable,
Stendhal, que se proclama italiano hasta en su sepultura, viene, con la
transición, una nueva hueste que ha resuelto quedarse en Francia y estudiar su
sociedad, sus costumbres, su vida interior. Se acabaron los indios enamorados y fieles, los hidalgos embozados y en
acecho, espada al puño, los abencerrajes, los donceles venecianos; se acabó el
mundo de la fantasía, en que el poeta refleja y agiganta la sombra de su propio
cuerpo; llegan los novelistas como Balzac y Flaubert, estudiando la vida de
provincia y aldea o los secretos y rinconadas de París; los dramaturgos
como Augier y Sardou, aleccionados por la novela misma, buscando en ella y en
la observación de lo que les rodea, de la sociedad en que viven, los efectos,
sorpresas y enseñanzas del teatro. No
conozco evolución que se manifieste más claramente que esta; el tránsito de la
libertad poética del romanticismo, de esa bohemia en que el espíritu se
transporta a países lejanos, que siempre son más o menos de ensueño, a la
disciplina y sujeción científica, a la comprobación y aceptación de los hechos,
que se llamó primero realismo, naturalismo después. Y, dentro de esta marcha evolutiva, nada tan
curioso como notar las rebeldías frecuentes, las desviaciones del método y la
regla, el hervor romántico, que no acaba de aquietarse y sólo espera ocasión
para romper la costra plana y dura. Cuando se acentúan estas rebeldías, y el
naturalismo ha fatigado al espíritu, el pensamiento de Francia vuelve a
refugiarse en valles extranjeros: en la piedad humana de Tolstoy y Dostoievski,
en el esteticismo de D'Annunzio.
Se deduce de estas premisas que el
romanticismo francés no fue nacional y genuino; pero su sentido cosmopolita
imprimió carácter a Francia, haciendo nacional la amplia comprensión, la
amplia receptividad; y sólo al menguar esta excelencia y sustituirla
definitivamente cierta intransigencia y estrechez será cuando quepa afirmar que Francia decae.
INFLUENCIAS EXTRANJERAS
No ha llegado todavía el momento, si bien lo
anuncian ciertos alarmantes síntomas. Ni es tiempo ahora de reseñarlos;
estudiamos el período de transición; las influencias extranjeras que Francia
comienza a sacudir, aún ejercen sobre ella poderoso dominio. No han sido
destronados ni Schiller, ni Shakespeare, ni Walter Scott, los sugestionadores
de la novela y del teatro, los modelos de Lebrun, de Dumas padre, de Casimiro
Delavigne, de Víctor Hugo, de Vigny, de Mérimée, de Thierry, de George Sand,
del propio Balzac en muchas de sus novelas, que están infiltradas (al principio
de su vida literaria) de los procedimientos del autor de Ivanhoe; no han sido definitivamente relegados a la
penumbra de los Campos Elíseos, en que se complacen las sombras de los poetas,
aquellos que soliviantaron a la generación romántica: Wordsworth, Byron,
Goëthe, Bürger. Llamados a más duradero influjo y prestigio, también los
filósofos y los pensadores extranjeros permanecen en pie; Herder, los Grimm,
Niebuhr, Kant, Hegel, Schlegel, se infiltran en la enseñanza, en la cátedra, en
la crítica, en la metafísica, en la historia.
Y no hay que admirarse de la persistencia de
su dominio; son de los destinados a larga vida. Se diría que no se producen, o
al menos escasean, los tipos supremos de individualidad; que el molde se ha
roto. Hablo del conjunto cuando digo que, hacia 1848, cerrado el ciclo
romántico, Francia se replega, se convierte hacia sí misma. La observación, en
general, es exacta; hasta en su programa político representa el segundo Imperio
esta concentración nacional, condenando por extranjerizado el romanticismo
(movimiento semejante al de pseudo-casticismo que en España trajo la
restauración alfonsina). Lo reconoce con notable exactitud un crítico francés.
«Surgió una generación nueva, que se jactaba de ser indiferente al desarrollo
de las vecinas naciones; que desengañada de ensueños humanitarios, se recogía y
sólo contaba con sus propias fuerzas; que más seca y reacia al entusiasmo, ya
apenas sentía aquella necesidad de comulgar con el pensamiento universal que
había caracterizado al romanticismo».
Justo es reconocer que la inexactitud y
falsedad de la visión romántica, su ligereza al reproducir los ambientes y las
psicologías extranjeras (hecho del cual nosotros los españoles pudiéramos
aducir tan peregrinos testimonios), había contribuido al desvío de la
generación nueva «seca y reacia al entusiasmo». La exigencia de conocimiento exacto y descripción fiel, la exigencia
científica, para decirlo terminantemente, hizo que el cosmopolitismo y el
exotismo fuesen informados, restrictos y serios, o al menos lo pretendiesen.
Y en él vemos persistir, es cierto, las
influencias extranjeras, pero como algo accesorio, naciendo y ramificándose las
letras francesas de su propio tronco, y creándose la ficción sobre la base de
la vida ambiente. Y, nota característica, el influjo británico ya no lo ejercen
novelistas como Scott, ni poetas como Byron y Shelley, sino los historiadores,
los pensadores y los críticos; las revistas, género tan inglés, se aclimata en
Francia. No se rinde culto a los autores de obras de imaginación en Inglaterra,
pero se les estudia críticamente (que es un modo de oponerse a lo estudiado). Para advertir la importancia
de este movimiento, baste recordar que a él corresponde la Historia de la
literatura inglesa, de Taine,
obra con garras de león, que marca un paso decisivo.
En la mentalidad francesa, el pensamiento
inglés extiende sus ya vastos dominios. Sin más asunto que este del influjo
inglés sobre Francia, cabría escribir un libro muy extenso. La dura mano con
que Inglaterra quebró el destino de Napoleón y la gloria de Francia, dio
prestigio a la inteligencia inglesa, cuya base, desde que decayó el
romanticismo especialmente, fueron los estudios filosófico-morales, históricos
y sociológicos, el aspecto útil del
pensamiento, lo práctico de su empleo y ejercicio.
Francia, menos inclinada a esta labor, recogió
de Inglaterra ejemplos, aplicándolos con la destreza artística que la
distingue.
La labor de imitación, en las obras de
imaginación, no puede decirse que se interrumpe, pero sí que es menos visible,
revelando en quienes la practican mayor superioridad y dominio del arte, para
asimilarse hábilmente los elementos extraños. El imitar así es manera de
originalidad; más que imitar, es adueñarse.
Razones políticas han influido para que la
comunicación intelectual de Francia con Alemania no haya sido tan franca y
persistente como la de Inglaterra. Es verdad que Alemania al progresar en el
sentido político, descendió en potencia intelectual, y no produjo nombres que
pudiesen compararse con los de la generación romántica; los Goethe y los
Schiller, los Kant y los Hegel. No en balde, si se indagase bien, podría
creerse que fue Alemania la verdadera patria del romanticismo, y que después de
aquella etapa de lucha y estrépito (drang und
sturm) tenía que
amenguarse su energía creadora y disminuir su legión sagrada. Y el respeto y el
nimbo que continuó rodeándola, procedió de la Alemania romántica desde fines
del siglo XVIII al primer tercio del XIX; la de los grandes pensadores y los
profundos y altos poetas. El único alemán que, durante la transición, se
entrañó en Francia, fue Heine... y Heine, realmente, es el lirismo romántico, y
para los franceses es casi un francés, «el ruiseñor anidado en el peluquín de
Voltaire». Se le imitó: los más grandes, Gautier, Baudelaire, en él se inspiraron.
Es el último nombre alemán resonante, hasta el salto a Schopenhauer, Hartmann y
Nietzsche, generación todavía magna, pero inferior a su predecesora.
No cabe negar que la influencia rusa ha venido
a sustituir en gran parte en Francia a la alemana y la inglesa, hoy decaídas.
Semejante influencia se distinguió por tres caracteres: el realismo, el
pesimismo, el cristianismo. Empezó esta corriente (aunque parezca singular) con
las simpatías hacia Polonia, y durante años fue Polonia solamente la que
usufructuó el cariño y el entusiasmo manifestados a sus refugiados y,
sobre todo, al célebre Mickiewickz, que, como Heine, se sintió parisiense. Dumas padre y Mérimée iniciaron el
movimiento hacia Rusia: el primero encareció los méritos del poeta del
Cáucaso, Bestuchef, y el segundo publicó alguna traducción de Gogol. Ivan
Turgueniew buscará después, como Heine y Mickiewickz, el calor del seno de
París; pero la verdadera influencia rusa no empieza a dejarse sentir hasta el
período de transición, y no estalla hasta que vence al naturalismo. Y nótese
que mientras no se advierte la necesidad moral de reaccionar contra el
naturalismo triunfante, excesivo y limitado, no se consolidan, en oposición al
genio nacional, la influencia rusa y la escandinava.
Desde que se inicia la transición, hay un
género cuya importancia crece, hasta llegar a absorber a los restantes.
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