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VI.- El desarrollo del espíritu crítico: la Ilustración. La
Enciclopedia. La prosa ilustrada.
La
novela en Francia
La novela
epistolar
MONTESQUIEU. CARTAS
PERSAS (1721)
ROUSSEAU: JULIA
O LA NUEVA ELOÍSA (1761)
El
relato filosófico:
VOLTAIRE: CÁNDIDO O EL OPTIMISMO
La novela en
Francia
Producción
abundantísima, multiplicidad de subgéneros narrativos, aparente
desinterés oficial por
un género que nadie se toma en serio, a pesar de ser cultivado por
todos los escritores, de los más frívolos a los más adustos y
teóricos, enorme repercusión sobre un público lector (masculino y
femenino), éste sería un buen resumen de la situación de la novela
en Francia durante el siglo XVIII.
Ficción
se opone a realidad.
La novela, espacio privilegiado de la
ficción, era considerada como una actividad irrealizante y, si no
indigna, sí ligada de manera inequívoca a la función lúdica:
actividad a la que los escritores serios sólo accedían desde la
dimensión del juego o de la evasión. El siglo XVII la consideró
desde esta perspectiva. La obsesión literaria máxima del XVIII es
la puesta de la literatura al servicio de una didáctica y de una
propaganda de las ideas y del espíritu de la Ilustración.
Nos
encontramos ante una paradoja de fácil solución: por un lado, todo
el mundo -de Montesquieu a Rousseau- escribe novelas, y por otro
lado, todo el mundo se esconde detrás de seudónimos (Voltaire,
Montesquieu); se inventa todas las trampas posibles para hacer creer
al lector que la novela que está leyendo no es de su producción o
escribe textos teóricos e incluso prologuillos para hablar del
efecto nefasto de la ficción narrativa, al tiempo que ofrece una
novela o un cuento al lector -como Rousseau en su Julie
o La nueva Eloísa, 1761.
Diderot,
filósofo materialista, atacará la ficción como perniciosa desde el
punto de vista epistemológico -«La ficción es la mentira»-, pero
pasará toda su vida intentando extraer verdad de esa mentira ya sea
en sus novelas o en sus cuentos. Pero,
al mismo tiempo, tendremos en él a uno de los introductores de la
ficción sentimental, efusiva, de procedencia inglesa, al escribir
por encargo o motu
proprio el
Elogio de Richardson.
Es lógico que,
desde esta perspectiva, novela y cuento, sin perder su función
lúdica, busquen modos narrativos nuevos, adecuados para
convertirse en instrumentos de la nueva empresa filosófica,
considerado este término en su sentido más amplio: divulgación
didáctica del libre pensamiento de la modernidad.
Para cumplir esta
función era necesario orientar hacia campos desconocidos el objetivo
del escritor.
Era
necesario, en definitiva, orientarse hacia la realidad social
cotidiana, del hombre común y hacia la auténtica realidad
psicológica del hombre (espacio, este último, inaccesible desde
explicaciones teocéntricas e idealistas, pero accesible, ya, desde
la perspectiva de una introspección desligada de toda interpretación
preestablecida). El siglo XVIII
-burgués, racionalista, sensualista, emotivo e inmanentista- creyó
estar dotado de los instrumentos necesarios para iniciar dicha
aventura en la novela -aventura
que se hace cada vez más
interior-,
apoyada por la instrospección que
propicia el florecimiento, durante todo el siglo, de epistolarios
íntimos, de memorias
y de
confesiones.
La novela francesa
del siglo XVIII sabe encontrar ya, en algunos casos, el espacio
exacto -lo material, lo común y lo cotidiano- del realismo burgués.
El realismo del
siglo XVIII sitúa de manera definitiva a la clase medioburguesa en
el centro de la ficción y ello desde la perspectiva de su vida
-palabras, gestos, sentimientos, sensaciones- en nada aventureros, en
nada desmesurados; el noble y sus aventuras irá pasando, poco a
poco, pero de manera continua, a un segundo o tercer plano.
Ahora
bien, el realismo de la novela dieciochesca no se reduce a unos
intentos de mímesis de la vida cotidiana de una clase que,
organizada en torno a los valores del trabajo y del dinero (espacio
en el que también se sitúa el tema del amor, en positivo y en
negativo), se limita en sus aspiraciones a una cierta vulgaridad
material teñida de sentimentalismo. La
sociedad que aquí se nos presenta poco tiene que ver con el mundo
mediocre -o miserable y oprimido- que más tarde nos presentarán
sectores de la novela del Realismo objetivo o científico del siglo
XIX. Salvo
contadas excepciones la
clase que aparece en la novela dieciochesca
pertenece a la alta, media y baja burguesía -cuando no a la
nobleza-, aunque la encontremos ocupada
sobre todo en sus quehaceres del hic
et nunc y atenta, de vez en
cuando, al único espacio posible de evasión: el amor,
si bien éste es vivido también en ocasiones como un negocio o como
un cálculo, empresa rentable o simple juego.
La
presencia del amor es también camino directo para el análisis del
alma humana, en especial la femenina.
Encontramos esta voluntad de análisis en las perversiones del
marqués de Sade, en Justina o las
desgracias de la virtud (Justine ou les malheurs de la vertu,
179l), en la obra de Choderlos de Laclos, Les
liaisons dangeureuses, 1782); en un
campo muy apartado de estas dos obras, aparece el análisis del
corazón femenino en textos tan minuciosos, tan hondamente analíticos
como la Nueva Eloísa de
Rousseau.
La
novela del siglo XVIII es esencialmente adolescente y femenina.
Femenina porque tiene un público femenino,
femenina porque la mujer empieza a escribirla de manera habitual,
pero femenina sobre todo porque sus principales protagonistas son
mujeres, y no desde una perspectiva que las considere objetos de
deseo y de contemplación, sino por ser ellas los motores
problemáticos y resolutivos de la acción: Anaís en la «Historia
de Anaís», incluida como relato «reflexivo» de toda la novela, en
las Cartas persas de
Montesquieu; la Merteuil en Las
amistades peligrosas; Manon en La
verdadera historia del caballero Des Grieux de Manon
Lescaut, raptora
y sustento material del héroe; Julie, sustento de toda la teoría
del amor de Rousseau en La nueva Eloísa.
El
adolescente genera, por su lado, con la búsqueda del sexo, la
dinámica de ruptura, pero propicia al mismo tiempo el nacimiento del
proceso educativo que lo llevará, en el cinismo, de la ingenuidad al
conocimiento de la realidad.
El narrador
Siguiendo
con la tradición picaresca de la narración autobiográfica, el
siglo XVIII vivirá bajo el imperio de la primera persona, único
camino verosímil para crear el efecto de la autenticidad realista,
cuando se trata de contarnos los gestos y pensamientos de quien nos
atreveremos a llamar el héroe doméstico
de la narración dieciochesca.
El
siglo XVIII recupera así, para la modernidad burguesa, el gran
descubrimiento del Lazarillo:
para contar la historia de un hombre que asume cada vez más su
condición histórica en la domesticidad de su vida y de sus gestos
insignificantes, sólo es posible la narración en primera persona.
La narración en
primera persona adoptará en este siglo dos modalidades distintas,
pero complementarias:
-La
novela de memorias (Robinson,
Moll Flanders,
Gulliver,
Manon Lescaut) heredera directa de la
picaresca, en una lenta pero sensible evolución.
-La
novela epistolar (Pamela,
Las cartas persas,
Julia, Las
relaciones peligrosas)
El
efecto realista se consigue, a lo largo del siglo, gracias a una
técnica narrativa aún más elaborada: la multiplicidad
de los puntos de vista.
Escribir
en primera persona puede ser una garantía de autenticidad, si bien
desde una perspectiva subjetiva, es decir, parcial y relativa.
Multiplicar la presencia de voces que hablan en primera persona será
para el siglo XVIII la trampa-ficción, que, sin perder la
autenticidad verosímil de la persona que sólo habla de lo que ha
visto y sentido -desde su punto de vista-, salva la narración de
caer en los posibles engaños del yo único -posiblemente auténtico,
pero necesariamente parcial. Dicha pluralidad de perspectivas,
respecto de lo narrado (que inaugura la visión fragmentaria de la
realidad), se va a conseguir mediante varias técnicas, pero sobre
todo con la novela epistolar polifónica
La
novela epistolar
Una
técnica muy curiosa la constituye el intercambio de cartas entre
varios personajes de una novela. Esta forma narrativa alcanzó amplio
desarrollo en el siglo XVIII, con autores como Richardson, Goethe,
Rousseau, Laclos, etc.
El
autor, en el sentido tradicional de la palabra, desaparece, por
decirlo así, en la novela epistolar, aunque reaparezca en otra
perspectiva: la de editor u organizador de las cartas que componen la
novela.
Presentar
una novela bajo la forma de una correspondencia, de la que sólo se
es responsable como editor, es un modo fácil y cómodo de otorgar
veracidad a los personajes; pues la instancia enunciativa, esto es,
el yo que toma la palabra en estos textos parece menos arbitrario,
menos irreal que la tercera persona de la novela tradicional. Pues,
en efecto, abocada a la pintura del amor, la forma epistolar favorece
la instrospección, describe las almas y, cuando adopta la fórmula
polifónica, establece entre los interlocutores un diálogo dramático
-a veces, patético- y sentimental que convence y conmueve
al lector.
Así, ahondando en
la intimidad y expresando de forma relevante la sensibilidad, se
comprende también la excepcional acogida que alcanzó entre las
mujeres.
MONTESQUIEU.
CARTAS PERSAS (1721)
En
lo que concierne al espacio geográfico, París
centraliza la mayor parte de la
correspondencia y es de la capital francesa de la que parte y a la
que llega la mayoría de
las cartas. Combinando, pues, el tiempo de la ficción y el tiempo
de la Historia, las Cartas persas
aparecen estructuradas en cuatro
grandes bloques:
Con
esta organización formal, Montesquieu distribuye sabiamente los
contenidos del libro. Difícilmente se podrían conseguir mejores
resultados en el intento de reunir en un
epistolario materias tan diversas como la sátira de costumbres y la
crítica institucional, las reflexiones del moralista y las teorías
del experto en Derecho político y
mezclado con todo esto el agudo análisis de una evolución
ideológica y de una tragedia personal.
Las
Cartas persas es una novela epistolar
polifónica pero en la que las distintas voces establecen monólogos
o diálogos independientes o con escasa relación entre ellos. No
obstante, no es difícil encontrar secuencias significativas en
grupos de cartas que se encadenan, bien sucesivamente, bien de forma
intermitente.
La
sátira social en las Cartas
persas
El
gran acierto de las Cartas persas radica
en la presencia de los persas, portadores de una nueva mirada -"le
regard étranger"- que desvela todo el absurdo y toda la
autocomplacencia de una sociedad segura de sí misma y de la bondad
de sus usos y costumbres. Como afirma Paul Valéry: "coger a una
persona en un mundo y sumergirla de golpe en otro, a una persona que
se dé cuenta de todo el absurdo que no percibimos -la extravagancia
de las costumbres, de las leyes, de los sentimientos y de las
creencias a las que están acostumbrados los hombres entre los que el
dios todopoderoso que maneja la pluma la ha enviado a vivir para que
no cese de asombrarse-, he ahí el procedimiento literario".
En la base de dicho procedimiento está la dialéctica
absoluto/relativo tan cultivada por los filósofos del siglo XVIII y
por los espíritus libres de todas las épocas, dialéctica que
conduce al enfrentamiento entre fanatismo y tolerancia.
Lo
primero que le sorprende y asombra es el comportamiento de los
habitantes de París (apenas hay alusiones a la vida provinciana), su
curiosidad (Carta XXX), la agitación demencial de las calles de la
capital (Carta XXIV), la animación de los lugares públicos, cafés
(Carta XXXVI), teatros y ópera (Carta XXVIII), la pasión por el
juego de las francesas (Carta LVI), las mil y una extrañas maneras
de ganarse la vida (Carta LVIII), etc.
A medida que se van introduciendo en la sociedad elegante, su asombro
crece ante unos usos sociales absolutamente dominados por la
hipocresía y el culto de las apariencias
y es este aspecto uno de los más sobresalientes del libro, tanto por
el arraigo que había alcanzado en la sociedad francesa como por el
profundo aborrecimiento que Montesquieu profesaba hacia este tipo de
relación social. A pesar de los cambios introducidos en la Corte a
la muerte del Rey Sol, los franceses no han perdido el instinto de
sociabilidad y en la Corte de Versalles -y en menor medida en París-
la intensa vida social constituye prácticamente la única dedicación
de una clase ociosa.
El catálogo de
vicios y defectos es igualmente amplio, destacando indudablemente
aquellos directamente relacionados con el trato social: orgullo,
ambición, soberbia, hipocresía y vanidad (una vanidad que, como
dice ingeniosamente Montesquieu por boca de Rica, "no se puede
tener en dosis más fuertes que las necesarias para la conservación
de la naturaleza") (Carta CXLV). Cuando se trata de adjudicar
determinados vicios y defectos a otros tantos grupos nacionales o
profesionales Montesquieu no elude la generalización y el tópico
más o menos justificados. Así los clérigos estarán dominados por
la codicia y la lujuria (Carta LVII), los jueces serán unos
perfectos irresponsables en el ejercicio de la profesión (Carta
LXVIII), los periodistas y gacetilleros tratarán las noticias de
forma superficial y frívola (Cartas CVIII y CXXX) y los profesores
de la Sorbona perderán su tiempo en inútiles discusiones sobre el
sexo de los ángeles... (Carta CIX). En cuanto a los vicios
nacionales, Montesquieu hace resaltar en sus compatriotas, además de
los anteriormente mencionados, la inconstancia (Carta XCIX), la
frivolidad y sobre todo el chauvinismo, que todavía no se llamaba
así. Los españoles no salimos mejor parados, con el bigote, la
espada y la guitarra como signos externos y la pereza y la devoción
violenta (léase Inquisición) como constantes en nuestro devenir
histórico (Carta LXXVIII). La carta está atribuida a un viajero
francés por España y Rica afirma que no le disgustaría leer otra
carta de un español que viajase por Francia contando sus impresiones
y tomando cumplida venganza de lo que en ella se dice.
ROUSSEAU:
JULIA O LA NUEVA ELOÍSA (1761)
LA
NUEVA ELOÍSA A LA LUZ DEL PENSAMIENTO DE ROUSSEAU
Cabe
destacar, en primer lugar, la distinción entre natural y social.
Rousseau critica duramente el refinamiento de la educación mundana,
que anula la individualidad y consagra la hipocresía y la corrupción
de la socie aristocrática; Rousseau elogia al mismo tiempo los
pueblos rústicos y primitivos. Todo el mal social resulta de la
desigualdad de las riquezas; el hombre natural era bueno, feliz y
libre; ha sido la sociedad quien lo ha sumido en la desgracia, los
vicios y la esclavitud. Lo cual no
significa taxativamente que Rousseau opte por la existencia
primitiva, sino que su intención es despertar nuestra añoranza de
un tiempo primero que fue. El
estado natural que describe Jean Jacques
es, por tanto, un concepto operativo, una mera referencia, que, si
bien no sirve para definir por sí misma la auténtica naturaleza
humana, indefectiblemente inmersa en la historia, sí le
permite, en cualquier caso, establecer el derecho de igualdad y
libertad entre los hombres, creados por naturaleza libres e iguales.
Y ello, que constituye la tesis fundamental del pensamiento de
Rousseau, implica consecuentemente su concepción de la felicidad, la
virtud y el sentimiento.
En
La nueva Eloísa
Rousseau opone la vida disipada de los nobles, que desconocen lo que
es la convivencia familiar, al ideal de la familia burguesa que
encuentra la felicidad en la sencillez de la vida en el campo, ajena
al lujo de las ciudades.
La
Nueva Eloísa a la vez que el himno de
la sensibilidad es el poema de las virtudes de los pequeños
burgueses.
El
descubrimiento del paisaje: La carta de La
nueva Eloísa tiene la virtud de
presentarnos, en la descripción de los Alpes, el primer verdadero
paisaje romántico, aquel que no sólo se vive como metáfora de la
divinidad, en su inmensidad caótica e inaprehensible , sino un un
paisaje que, alejado de la gran urbe y de los caminos lisos, sólo
puede ser transitado por las almas elegidas.
EL
RELATO FILOSÓFICO: VOLTAIRE
VOLTAIRE:
CÁNDIDO O EL OPTIMISMO
La
figura de Voltaire ocupa todo el siglo XVIII francés y representa lo
que más le caracteriza: el neoclasicismo, el hedonismo, la crítica
de las instituciones, la reflexión histórica, el cosmopolitismo, el
escepticismo y el pragmatismo. Voltaire es el filósofo por
excelencia del Siglo de las Luces, emotivo y razonador, apasionado y
cáustico, enzarzado en la difícil empresa de descubrir al hombre su
posición y sus posibilidades frente al Universo.
Extremadamente
prolífico, su obra conoce asimismo una gran diversidad de géneros
y de estilos. Se inicia principalmente en los grandes géneros
que admira y que le consagran, la oda, la epopeya y sobre todo la
tragedia, que seguirá cultivando hasta el final de sus días,
organizando él mismo representaciones con sus propios admiradores y
amigos. Además escribe obras filosóficas, estéticas o
históricas, y todo ello lo hace bajo las más diversas formas y
estilos, la epístola literaria, la sátira, el panfleto, en verso y
en prosa, conjugando y superponiendo los diversos géneros, novelista
en su obra histórica, historiador y poeta en sus tragedias y
filósofo siempre, el sentido que adquiere el término en el siglo
XVIII, sobre todo en sus Cuentos.
Ya
desde el subtítulo-“o el optimismo”- Voltaire sitúa esta obra
en relación con el optimismo, filosofía
defendida por Leibniz en su Teodicea (1710), y
que consiste en afirmar no que el mundo es bueno, sino que es el
mejor de los mundos posibles, pues debe su existencia a Dios
–bueno por naturaleza-, y que por tanto el mal que en él se da es
el menor mal posible.
A
tales especulaciones sobre el origen del mal y de la bondad innegable
del universo, Voltaire responde con una acumulación de hechos que
prueban la inconsistencia de esta tesis optimista.
Cada
capítulo descubre una forma nueva del mal: mal metafísico,
naufragios, terremotos; mal humano; guerra, fanatismo, esclavitud,
etc. Experiencias incontestables que le llevan a una solución de
moral práctica: “Cultivemos nuestro jardín” donde el
trabajo, fuente del progreso, convertirán al hombre en un ser más
feliz.
Pero
los acontecimientos, la experiencia, que poco a poco se irá
adueñando tanto de la escena ideológica del momento cuanto de la
existencia del propio Voltaire (muerte de Mme. Du Châtelet,
terremoto de Lisboa, Guerra de los Siete Años), será la falla por
la que se abandonará la filosofía optimista a favor del
racionalismo empírico. Corriente que, pasando por el sensualismo,
dará finalmente lugar al materialismo, ideología próxima, sin duda
alguna, al pragmatismo que en última instancia terminará por
defender Cándido.
Estructura
La
trama narrativa es lineal y los personajes poco complejos y
simbólicos: meras funciones en el argumento. La estructura espacio
temporal de la novela viene dada por separaciones y reencuentros en
un viajar incesante que lleva a los personajes a los lugares del mal.
Igual que en las otras dos novelas importantes de nuestro autor,
Zadig o el destino (1748) y El ingenuo (1767), el
personaje principal viaja para descubrir su personalidad junto a las
ideas y valores que conforman su conducta. El relato corre a cargo de
una voz narrativa en tercera persona omnisciente. La narración se
presenta en treinta capítulos precedidos de títulos, agrupables en
tres bloques.
Cándido,
como tantos relatos volterianos, está estructurado sobre el viaje.
Cabría preguntarse acerca del objeto del
viaje. El viaje forma parte del aprendizaje moral e intelectual de
Cándido, el cual, inexperto e impulsivo al principio, va adquiriendo
madurez a lo largo del relato hasta llegar a ser sesudo y calmo al
final. Por otro lado, el viaje sirve
también el autor para presentar con verosimilitud los numerosos
males que afligen al hombre y que demostrarían que nada va bien en
éste que no es precisamente el mejor de los mundos. Así, se pasa
revista a las desgracias que se abaten sobre el hombre, producidas
tanto por la naturaleza (enfermedades, catástrofes) como por las
instituciones humanas (guerra, Inquisición, abuso de poder).
Se
llega así al final de la obra, a lo que se ha llamado “moral
de la huerta”, que ha tenido varias interpretaciones, no
siempre contradictorias. Para unos sería la confesión de una
derrota, la reducción de las pretensiones humanas a una sola,
subsistir. Para otros representaría la regeneración del hombre por
el trabajo y un equilibrio entre “las convulsiones de la
inquietud y el paroxismo del fastidio”, por tomar las palabras
de Martín. También hay quien ha creído que el trabajo es un
remedio para no pensar, tras haberse retirado del mundo para no
sufrir. Pero la “moral de la huerta» es también una invitación
a la acción: no hay que perorar, no hay que filosofar, hay que
trabajar, hay que actuar. Es muy significativo a este respecto el
pero de Cándido en la última línea, que conviene relacionar con
los peros de los capítulos IV y V. No debernos preocuparnos por los
asuntos metafísicos (derviche), porque no podemos comprenderlos, no
conviene que nos mezclemos en las cosas de los grandes, pues suelen
terminar mal (el barón, los reyes destronados, la triste suerte de
los monarcas que enumera Pangloss); pero tampoco debemos permanece
inactivos: tal vez la verdadera sabiduría consista en adecuar
nuestra actividad a los límites de nuestras posibilidades.
Conclusión
ésta esencialmente científica y burguesa. Es preciso actuar. Todo
no está bien, pero todo puede mejorarse. El hombre “no puede
borrar la crueldad del universo, pero, con prudencia, puede
salvaguardar de ella ciertas pequeñas regiones». Lo
que Voltaire opone al pesimismo de Martín y al optimismo de
Pangloss, a la teología cristiana y al optimismo estoico
restablecido por Leibnitz, es la ciencia newtoniana, la ciencia
limitada a la Naturaleza, que sólo nos
da a conocer ciertas relaciones, pero que, al menos, nos asegura
nuestro poder sobre ciertos fenómenos naturales.
El
viaje, además, descubre al observador las miserias morales de los
hombres la inconstancia de las
mujeres, la avaricia, la ambición, la vanidad, el egoísmo, la
crueldad, la injusticia y con ellas las aberraciones de nuestra
civilización, desenmascarando a los que
son responsables de ellas, las clases privilegiadas, el clero,
los gobernantes. En este sentido muchos
personajes y situaciones tienen sus orígenes y pueden relacionarse
directamente con su obra histórica. De todos los males, los peores
son los que provienen de la ignorancia y del fanatismo y de su
consecuente, la intolerancia, que enfrenta a los hombres y genera el
más atroz, cruel e inhumano de los acontecimientos que es la guerra.
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