Tema I. Contexto general. Los cambios del mundo y la nueva visión del hombre


TEMA I. EL RENACIMIENTO. Contexto general. Los cambios del mundo y la nueva visión del hombre.


INTRODUCCIÓN

 

“La insistente diligencia de muchos eruditos ha producido un éxito tal, que hoy día puede compararse esta época nuestra con las más doctas que haya habido. Así experimentamos en nuestros días cómo se reaniman los idiomas y no sólo se vuelve a dar esplendor a los hechos y a los escritos de los antiguos, sino que además se descubren muchas cosas bellas. En esta época nuestra han llegado a resplandecer la gramática, la poesía, la historia, la retórica y la dialéctica merced a los muchos comentarios, anotaciones, correcciones e innumerables traducciones. Nunca se dominó tan perfectamente la matemática y jamás se comprendieron mejor la astrología, la cosmografía y el arte de la navegación. La física y la medicina no tuvieron mayor nivel de perfección que hoy día en tiempos de los antiguos griegos y los árabes. Las armas y los instrumentos bélicos nunca fueron tan destructivos y eficaces, ni existió pericia comparable en su manejo.

Casi se han renovado por completo la pintura, la escultura, las artes plásticas menores y la arquitectura. Apenas se pudo avanzar más en elocuencia y en jurisprudencia. Hasta la política que todo lo incluye y lo controla ‑cosa nociva al parecer‑ ha alcanzado gran brillo en los últimos tiempos.” (LOYS LE ROY)
 

CONTEXTO SOCIOHISTÓRICO


Entre los siglos XIV y XVI se desarrolla en Europa un complejo fenómeno histórico y cultural que recibe el nombre de Renacimiento, cuya máxima expresión es un flore­cimiento de la cultura, de las artes y de las ciencias. El impacto de este renacer cultural fue tal que marcará el inicio de una nueva etapa histórica, la Edad Moder­na. El movimiento intelectual al que dio lugar, el Humanismo, determinará el pen­samiento y la cultura europea hasta finales del siglo XVIII. Este período histórico se caracterizó por el proceso de desintegración de las relaciones  feudales, el descubrimiento del Nuevo Mundo, el triunfo del estado monárquico centralista y los con­flictos religiosos.


UNA REVOLUCIÓN CULTURAL


El crecimiento económico y la revitalización del comercio entre los siglos XII y XIII habían propiciado la creación de burgos en diversos lugares de Europa. Al mismo tiempo, iban desapareciendo los centros de poder feudal: el castillo, sustituido por una corte centralizada; y el monasterio, que conservó su prestigio cultural. De ese modo, se impuso entre los siglos XIV y XV, dependiendo de la zona, un nuevo juego de relaciones sociales basadas en la valoración del individuo, el concepto del hom­bre como motor de la historia, eje de la mentalidad burguesa.

 Es obvio reconocer que el proceso se gesta en Italia, mucho antes que en el resto de Europa. Más aún: en un sentido formal, cabe decir que el Renacimiento es, sin más, un invento italiano, y tan madrugador, que sus orígenes se remontan casi a los orígenes de toda la literatura italiana, en el siglo XIII, mientras que en otros países europeos «lo renacentista» tarda más en aparecer, en la literatura como en las artes, y aún más en llegar a ser la tónica determinante. Incluso los principales escritores italianos del momento de la plenitud renacentista ‑en el siglo XVI‑ se declaran discípulos del gran Petrarca ‑del siglo XIV‑, el cual, a su vez, no hizo sino llevar a madurez lo que ya estaban haciendo los rimatori del dolce stil novo en el siglo XIII ‑y aun éstos derivaban básicamente de la escuela siciliana, en la corte de Federico II, con lo que nos vemos llevados a iniciar nuestro trayecto italiano antes de 1250.

Ante todo, hay que contar con el crecimiento de las ciudades en la Edad Media, tras el hundimiento de la civilización romana y la consecuente ruralización, en manos de los señores feudales y sus caballeros, complementados con la cultura monástica ‑que era también agricultura y propiedad‑ y, en general, con la mal articulada y dispersa organización eclesial. La economía de intercambio, la servidumbre de la gleba, etc., son aspectos de una situación que va cambiando gracias a las ciudades, cuyo aire ‑se decía‑ hacía libre a quien lo respiraba. Los «burgueses» ‑esto es, los del «burgo» ,los que vivían en la ciudad- cultivaban el comercio, usaban la moneda ‑y la «escritura» en sentido contractual‑, y constituían un poder nuevo, que no era el del noble dueño de tierras ni el del eclesiástico. No está mal recordar las dimensiones: a mediados del siglo XIII, Italia, país de vanguardia sobre todo por tener más ciudades, contaba con un par de ellas de unos noventa mil habitantes ‑Milán y Venecia‑, mientras que Génova y Florencia tendrían algo más de sesenta mil; Bolonia, Nápoles y Messina, unos cincuenta, mil, y la Roma pontificia, sólo treinta mil. En España, Sevilla ya se pone a la cabeza dentro de ese siglo, con cincuenta mil habitantes, mientras Barcelona y Valencia la siguen, con unos cuarenta mil cada una.


 Ambivalencias de una coyuntura.

 Pero ese impulso, que había comenzado en coyuntura favorable, tiene que afrontar a lo largo del siglo XIV un duro cambio de signo: desde 1315 hay hambres ‑quizá por un cambio del clima, que se habría vuelto menos lluvioso‑, y luego viene la gran peste de 1347‑1353, que se lleva por lo menos un tercio de la población ‑más en las ciudades: no se sabía que las ratas llevaban la muerte‑. Y acaso esa catástrofe ‑que la literatura registra en las «danzas de la muerte» y en el Decamerón de Boccaccio, y que también da lugar a la aparición de los licores destilados como «agua de vida», presuntamente preventiva de la peste‑ se combina con errores humanos: roturaciones excesivas que hacen que vuelva la tierra cultivada, en parte, a ser prado y, en parte, a ser bosque; retroceso del ímpetu burgués, al invertir los beneficios en tierras y no en industrias y negocios, sin poder tampoco sacarles a los cada vez más disminuidos labradores tantos intereses como al comercio... Europa pierde unos cincuenta millones de habitantes, si bien es cierto que Italia sufre relativamente menos que otros países. (Sobre el caso florentino, volveremos más adelante.) Y, por otro lado, desde 1337, empieza entre Francia e Inglaterra la guerra de los Cien años ‑que, como es sabido, fueron casi ciento cincuenta‑: allí se prolonga la crisis, que en Italia se empieza a superar tras el primer tercio del siglo XV, para llegar al gran boom de la primera mitad del XVI.

 

Durante el siglo XVI la evolución del poder político estuvo caracterizada por la aparición de los Estados centralizados (Francia, España e Inglaterra), nuevas enti­dades políticas que pretendían garantizar el orden y consolidar una época de expan­sión. Los estados más pequeños ‑italianos, alemanes y Holanda‑, se vieron obli­gados a pactar con ellos en sucesivas alianzas y su territorio se convirtió en escenario de enfrentamientos entre España y Francia. Se fue afirmando en este siglo el carácter absoluto del poder real, contemplado como intermediario entre la voluntad divina y la humana.

Nicolás Maquiavelo (1469‑1527) escribió El Príncipe, donde, quizá por el anhelo de ver una Italia unida y libre del dominio extranjero, defendía la necesidad de una monarquía absoluta apoyada en el pragmatismo político, expresión de un nuevo pensamiento político en el que no tenían cabida ni la justicia ni la misericor­dia. Según avanza el siglo, intelectuales como Francisco Suárez (1548‑1617) criti­caron el carácter absolutista del poder central.

 El mundo abierto: los descubrimientos geográficos


Desde comienzos del siglo XV, se suceden de forma continuada nuevos descubri­mientos geográficos más allá de Europa. Aunque desde la Antigüedad circulaban leyendas que hablaban de un continente perdido y de islas sin descubrir, fue el desembarco de Colón en América lo que confirmó la existencia de otros territo­rios desconocidos hasta entonces. América fue también una fuente de riqueza y un continente rebosante de materias primas, cuyo comercio y explotación se dis­putaron las potencias europeas. Con el descubrimiento de América y a medida que se fue teniendo noticia del continente americano, los europeos tuvieron noti­cia de la existencia de otras etnias y culturas, lo que produjo una gran conmoción intelectual.

El origen y naturaleza de la población americana dio lugar a una gran variedad de literatura y a encendidas polémicas de las que surgirían las nociones modernas del derecho internacional. Fray Bartolome de las Casas (1474‑1566) destacó por su acérrima defensa en favor de la libertad y el respeto a los indígenas.
 
Unificación y normalización lingüísticas


La constitución de los nuevos Estados supuso la absorción de territorios que muchas veces hablaban lenguas diferentes. Se consideraba necesario que a la asimi­lación política siguiese la unificación lingüística. La lengua más importante política o culturalmente se acabó imponiendo: en España fue el castellano; en Francia el francés de la Isla de Francia; y en Italia el toscano, el idioma de Dante, Petrarca y Boccaccio. Este proceso de integración provocó la desaparición o el retroceso de lenguas y literaturas como la provenzal o la catalana. Como contrapartida, la unifi­cación lingüística tuvo el efecto positivo de prestigiar el uso escrito de la lengua vulgar frente al latín; con este fin se ordenó que se escribieran las primeras gramáti­cas y manuales de uso de la lengua.
 
Los conflictos religiosos: Reforma y Contrarreforma

En 1513 apareció un panfleto anónimo en forma de diálogo en el que se negaba la entrada al cielo al Papa Julio, ya muerto, pues no la había merecido. Esta denuncia del pontífice mundano y victorioso había sido escrita en secreto por Erasmo de Rotterdam (1467‑1536), conocido erudito en letras clásicas y comentador bíblico. Erasmo, nacido en Holanda, viajó incesantemente por Europa y, aunque había sido educado como clérigo, nunca se contentó con la vida que la Iglesia le ofrecía. Este humanista encabezaría la corriente que pretendía reformar la Iglesia desde dentro, sin romper con ella. Para ello propuso una religión que sirviese a la nueva sociedad mediante el retorno a las fuentes primitivas del cristianismo: una devoción interior en lugar de ceremonias; la salvación por la fe en Cristo, sin necesidad de interme­diarios.

Fruto de aquel ambiente de insatisfacción respecto a la Iglesia oficial, surgió la Reforma luterana. A raíz del movimiento reformista iniciado por Martín Lutero (1483‑1546), la Europa cristiana quedó dividida en dos facciones religiosas enfren­tadas: protestantismo y catolicismo. La causa del éxito reformista hay que buscarla en la incapacidad de la iglesia tradicional para responder a las demandas de la sociedad moderna, mucho más crítica que la medieval. El intervencionismo político y el relajamiento de las costumbres del clero hicieron que las ideas luteranas encon­traran una poderosa repercusión en Europa.

La crítica de las formas religiosas establecidas y de la interpretación oficial de la Biblia fueron en principio apoyadas por casi todos los humanistas; pero en la Refor­ma se mezclaron después cuestiones nacionales y territoriales que motivaron la reacción contundente de las monarquías y los Estados católicos. Lutero supo utilizar la imprenta y el sentimiento nacionalista alemán para propagar sus ideas: el cuestio­namiento de algunos sacramentos y de la Iglesia institucional, la salvación por la fe y el matrimonio de los sacerdotes. Algunos aspectos del pensamiento reformista se entremezclaron con aspiraciones sociales igualitarias que desembocaron en insu­rrecciones campesinas, sofocadas con contundencia por la aristocracia alemana.

Como respuesta a la Reforma, numerosos sectores de la Iglesia católica iniciaron un proceso de reforma interior y de afirmación de los dogmas de la fe católica, pro­ceso que comenzó con el Concilio de Trento. Se hizo un esfuerzo de clarificación doctrinal y teológica y se planearon labores de propaganda mediante los catecismos y la aparición de nuevas órdenes religiosas, como la Compañía de Jesús, o de movi­mientos renovadores dentro de las ya existentes. También data de este tiempo la per­secución de la herejía por parte de la Inquisición y la censura de libros.
Una nueva visión del hombre

El inicio de la Edad Moderna trae consigo una visión nueva del ser humano. El antropocentrismo definirá la nueva época: frente al teocentrismo medieval, que ponía a Dios en el centro del universo, el Renacimiento sitúa al hombre en ese lugar central, como una individualidad irrepetible dueña de su propio destino. Esta men­talidad se refleja en el ideal de vida del Renacimiento:

a) Afán de goce. El hombre renacentista es básicamente sensualista y hedonis­ta. Contempla el mundo como lugar de disfrute. La naturaleza es fuente de placer y la mujer, compendio de la belleza de las cosas.

b) El cortesano, modelo social. La figura del guerrero medieval dio paso a la del cortesano, soldado valiente y versado en letras. La imagen ideal del caballero renacentista que potenciaba el refinamiento y la sensibilidad artís­tica quedó trazada en El cortesano, de Castiglione (1478‑1529), que retrata al cortesano ideal como alguien elocuente y animado conversador, dueño, además, de una sólida cultura.

c) El Humanismo. En Italia, ya en el siglo XIV, había surgido un nuevo movi­miento intelectual, el Humanismo, con una clara conciencia de ruptura res­pecto de la cultura medieval. El Humanismo contempla al individuo a la luz de la cultura clásica, como un ser perfecto al que se le dedica la Creación. La labor de los humanistas consistía en profundizar en los estudios que favore­ciesen el perfeccionamiento del ser humano. Pensaban que la educación clá­sica, orientada a proporcionar un amplio dominio de la lengua y de la cultura de Roma y Grecia, era la base más adecuada para formar debidamente a la persona como individuo y como ciudadano.

 Uno de los aspectos más importantes, a efectos literarios, en la nueva mentalidad renacentista es que con ella empieza el «sentido del pasado». El Renacimiento ‑se ha dicho‑ fue la primera época en la historia universal que eligió su pasado ‑y Sartre ha afirmado que en ese gesto había un sentido de liberación contra el estado feudal de cosas y de apertura a una innovación: una “revolución”, en cierto modo, por más que todavía sea anacrónico usar ese término aquí‑. Se reniega de la herencia inmediata ‑que queda degradada insultantemente a mera «edad media», oscuro intermedio; «media tempestas» la llama Bussi en 1452; «etá buie» («edades oscuras»), dicen otros‑; y, menospreciando lo que había en la Edad Media de legado del mundo clásico, sobre todo latino, se quiere tener otra relación más auténtica con la Antigüedad, vista con nitidez ‑<filología>‑ en lo que pudo ser ella misma, no a través de su uso eclesial y teológico.

El aspecto profesional, y aun diríamos técnico, de esa relación con el pasado es el Humanismo. En el cual también hay un elemento de empirismo, de voluntad de exactitud científica. Con él se produce un fenómeno único en la historia, y es el resurgimiento del uso literario de la lengua muerta de la cultura: el latín, no ya el latín funcional de los eclesiásticos, sino un latín puro, idealmente arqueológico, en contrapunto con la maduración de la lengua vulgar, a menudo en los mismos autores, también como lengua de creación literaria y poética‑para los de su tiempo, a veces mejor que el italiano‑. Llega a haber dos latines: el de la Iglesia y las facultades universitarias de «artes» ‑que incluyen las ciencias no empíricas; no la medicina ni el derecho‑, y el de los humanistas ‑por más que éstos suelan ser eclesiásticos, siquiera de modo formal y nada místico‑, que llegan a abrir paso a una auténtica literatura creativa en latín, rival de la de lengua vulgar en el siglo XV, todavía digna de atención en el siglo XVI, y de tenaz pervivencia en épocas posteriores.

La rehabilitación del saber clásico, junto con la comprensión más cabal de los autores de la antigua Grecia, no sólo dotó a Europa de mejores textos de matemáti­cas, física o medicina, sino que perfeccionó el método experimental, abriendo paso a la revolución científica del siglo XVII.

 

Florencia, cuna del Renacimiento

 

La ciudad de Florencia, capital de la Toscana, es decir de la antigua Etruria, donde floreció la refinadísima civilización de los etruscos antes que los romanos terminaran por dominarla y destruirla, fue considerada como una segunda Roma, y posteriormente una segunda Atenas por sus ciudadanos en los siglos XIV y XV, y bien la podemos considerar nosotros la cuna de una nueva civilización europea. Durante las luchas del siglo XIII entre el papa y el emperador, que se plasmaron en las facciones de los güelfos y los gibelinos, respectivamente, Florencia asistió al ascenso de una burguesía comercial y a la ruina de las viejas familias aristocráticas, derrotadas por la facción popular.

A partir de entonces Florencia fue una República independiente, fiel de la balanza de un delicado equilibrio entre Venecia, Milán, el Papado y el reino de Nápoles. El gobierno estuvo dirigido por los grandes gremios: banqueros y comerciantes, con la colaboración de los artesanos. El comercio de la lana fue la base de un enorme poder económico. Las grandes compañías financieras: Bardi, Peruzzi, Médicis, etc., dominaban la economía europea, a través de sus agentes, difundiendo la letra de cambio y usando su moneda, el florín, como el patrón monetario internacional.

El final del siglo XIII conoció una breve época de paz, y de nuevo las luchas civiles, y las alternancias entre dictaduras aristocráticas y repúblicas populares. En 1348 la peste negra diezmó la ciudad; en la década de los setenta estalló una revuelta de los trabajadores de los talleres ‑ciompi‑. El siglo XV asistió a la lucha de la familia Médicis por hacerse con el control político, y Florencia alcanzó su apogeo intelectual y artístico bajo su hegemonía.

El siglo XV terminó con la revuelta democrática dirigida por el fanático dominico Savonarola, que propició una república radical y puritana, acabando así con el esplendor neopagano de la época precedente.

En Florencia, o de familias florentinas, nacieron los tres grandes genio del Trecento: Dante, Petrarca y Boccaccio. Su obra es fundamental para comprender la cultura europea de los siguientes siglos, de la cual ellos son los verdaderos creadores. La Divina Comedia, el Cancionero y el Decamerón, respectivamente, son el más alto legado literario que nos ha quedado de ellos.

 
 

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