8.- La revolución romántica: conciencia histórica y nuevo
sentido de la ciencia.
EL
TÉRMINO ROMÁNTICO
EL
ROMANTICISMO
UN
BRINDIS CONTRA NEWTON
ANIMA
MUNDI
EL TÉRMINO ROMÁNTICO
El confuso itinerario de la
palabra “romántico” es indudable que está en el origen del grave equívoco que
ha acompañado tradicionalmente a “lo romántico”. Aparecido a mitades del siglo
XVII en Inglaterra, con el significado de “like the old romances” pronto es
utilizado peyorativamente por el racionalismo vigente. Romantic es equiparado a bombast, unnatural, chimerical. Se utiliza para describir todo aquello
que expresa alejamiento de la realidad y desmesurada fantasía.
Se habla de “romantic and superfluous”, “ridiculous
and romantic”, “romantic absurdities and incredible fictions”... etc. Paralelamente el
término “romántico es empezado a utilizar para describir físicamente
determinados paisajes, especialmente característicos por su aspecto irreal,
grandioso o desolado, y ya en 1666 Samuel Pepys califica el castillo de Windsor
como “the most romantic castle that is in the world”. Por todo ello, los
franceses en un principio traducen “romantic”
tanto como romanesque (fabuloso,
irreal...) cuanto como pinttoresque.
Corresponde a Rousseau el mérito de interpretar el
término desde el lado opuesto. Su romantique,
en Reveries du promeneur solitaire,
deja de indicar una descripción para indicar una sensación,
deja de indicar las propiedades de un objeto para indicar los sentimientos del sujeto. Esta decisiva
redefinición rousseauniana cala en el propicio ambiente de la Alemania agitada
por el Sturm und Drang. Lo romantisch implica un estado
especialísimo del espíritu -dictado por la intraducible Sehnsucht, anhelo, ansia, nostalgia- por el que el hombre, extrayendo energía creadora de su
desencanto y su desolación, busca, a través de la imaginación y del sueño, el
camino de la plenitud y de lo ilimitado.
Con el
Romanticismo el pensamiento europeo experimenta un giro radical. Vamos a pasar
de unas ideas filosóficas que conciben el mundo como un mecanismo estático
a otras que lo conciben como un organismo dinámico. Decimos estático
en tanto en cuanto todas las posibilidades de la realidad estaban ya implícitas desde el comienzo de las
cosas y organizadas en series jerárquicas (desde Dios a la nada) La
realidad, el mundo, la naturaleza... Sería como un libro ya escrito; el hombre
ha ido y va leyendo sus páginas. Este mundo se concebía como una máquina
perfecta (la metáfora del reloj era la más común para designarlo) y todo
cuanto existe no se entendía sino como parte que había de encajar en dicho
mecanismo, regido por leyes inmutables. Dentro de esta concepción se supone que
lo imperfecto o desconocido consiste en algo que todavía no se ha
conseguido entender o situar en el orden general; ignorancia debida al
pecado original -para unos- o a la corrupción de la civilización -para otros-.
Los valores más altos de un mundo así concebido son la exactitud, la
estabilidad, el racionalismo.
Esta metafísica estática había gobernado la mente humana
desde Platón y Aristóteles, pero sus postulados se vuelven inconsistentes a
finales del XVIII (al menos para los románticos). La naturaleza dejará de verse
como un mecanismo perfecto y se concibe como un organismo (un árbol es
la nueva metáfora). El mundo no es un libro ya escrito, sino un libro que se
está escribiendo. La primera cualidad de la naturaleza así concebida es no ser
algo hecho, sino algo haciéndose o creciendo. Hemos pasado de una
filosofía del ser a otra del devenir.
Un mundo orgánico así concebido es un universo vivo,
puesto que posee las condiciones de la vida; no es una máquina conclusa, sino algo
que se transforma. El cambio ya no es negativo, sino positivo; no es
el castigo del hombre, sino su oportunidad; lo que no es perfecto, puede llegar
a serlo. La misma perfección ya no es deseable, sino la imperfección,
porque permite, con la posibilidad del cambio, la novedad. No hay
patrones fijos y todo puede ser verdadero: Toda obra de arte, por
ejemplo, crea un nuevo patrón, tiene su propia ley estética. Las consecuencias
son adivinables: la diversidad y no la uniformidad es el principio de la
creación. La creación consiste en la originalidad, que se basa en
introducir algo nuevo en el mundo, y no, según se pensaba antes, como la
capacidad de acercarse un poco más a los modelos preexistentes en la naturaleza
(mimesis) o en la mente de Dios.
La idea que había servido de base a la totalidad del
pensamiento clásico y cristiano consiste en la creencia de que la verdad
reside en alguna parte, aunque cada persona o escuela discrepen sobre los
métodos de hallarla o sobre su naturaleza; podrán discutir si se encuentra en
la fe o en la razón, en la Iglesia o en laboratorio; pero todos convenían en
que existía una realidad que podría ser correctamente conocida y explicada.
Esta fue la columna que derribó el romanticismo. A pesar
de sus diferencias, alienta en los románticos la idea común de que la verdad
no posee una estructura objetiva, independiente de quienes la buscan, no es
un tesoro escondido que espera ser encontrado; por el contrario, las respuestas
a las grandes preguntas no han de ser descubiertas sino inventadas; no son algo
que se halla, sino que se produce. Las ideas artísticas, las obras de arte -por
referirnos a lo que nos interesa ahora- las forja el hombre no por imitación de
modelos, reglas o verdades anteriores, sino por un acto de creación.
De aquí el nuevo énfasis en lo subjetivo y lo
ideal frente a lo objetivo y lo real; de ahí el énfasis en la espontaneidad
y sinceridad del propósito más que en lo correcto del resultado. De ahí,
igualmente, la insistencia en la actividad, la protesta contra toda la
limitación de la vida, el elogio a todas las formas hostiles a lo dado. De
aquí, finalmente, la sublimación del artista como la más alta
manifestación de un espíritu activo, pobre, solitario, desagraciado quizá, pero
independiente, libre, espiritualmente superior al resto de los hombres.
Los ilustrados pensaban que el arte era una razonable
imitación de la naturaleza; el artista era un diestro artesano, y el propósito
final de una obra consistía en la afirmación de unos preceptos morales. Observando
ciertas reglas, podía escribirse una obra perfecta del mismo modo que,
siguiendo una receta, se puede preparar un plato excelente.
“El poeta- dice un ilustrado
alemán en 1730- debe escoger
primeramente el precepto moral que desea inculcar a sus lectores. Después
inventa un argumento para demostrar la verdad de su precepto. Luego busca en la
Historia personajes famosos a quienes haya sucedido algo semejante. A
continuación busca las circunstancias concomitantes para hacer verosímil el
argumento principal. Divide luego todo esto en cinco partes de parecida
longitud, y las organiza de forma que cada una continúe la precedente.”
Todo este sistema de conceptos racionales lo
derribaron los románticos al proclamar al individuo como fuente de la
verdad, que ya no residía en un orden fijo, objetivo y racional, sino dentro de
uno mismo. El mundo exterior iba a ser captado
a través del YO: no importa cómo una cosa es, sino cómo me parece a mí.
En consecuencia, la emoción intuitiva y la imaginación, es decir
la capacidad de percibir y recrear el mundo de acuerdo con la propia visión
personal, representaban la vía capital para el conocimiento, por encima de la
razón. El ideal de una belleza reposada fue despreciado en favor de un
derroche dinámico de sentimiento.
Semejante irracionalismo condujo a valorar la zona
del inconsciente del ser humano y a descubrir que el territorio de la
consciencia -único considerado hasta entonces- representaba apenas una pequeña
costra, por debajo de la cual hervían densas capas de impulsos irracionales.
Lógicamente despertaron idéntico interés los sueños, en los cuales podía
buscarse lo más profundo y auténtico del alma humana.
La facultad
suprema de la mente romántica es la IMAGINACIÓN, concebida no ya como
una herramienta que reproduce y resucita con mayor o menor detalle experiencias
del pasado -como querían los ilustrados-, sino como la facultad que puede
construir imágenes mentales de cosas no previamente experimentadas, como
el don de forjar imágenes más allá de la realidad.
UN
BRINDIS CONTRA NEWTON
El romántico siente una particular repugnancia
hacia la idea de “dominar la naturaleza”. Su relación con ella no es ni
religiosa ni científica y sí tiene mucho de mágica. No rehúsa conocerla,
pero se niega a vejarla con la rudeza propia del positivismo. Sus enigmas le
fascinan tanto como le inquietan. La
naturaleza es magia y vida.
Los románticos no disimulan en absoluto su abierta
rebelión contra el “hombre newtoniano”. “¡Malditas sean las Matemáticas!”,
grita John Keats en su famoso brindis tabernario contra Newton, al que acusan
de haber destruido la poesía del arco iris. Brindis que Blake redondea:
“...contemplar
el telar de Locke, cuya textura se enfurece, de modo lamentable
lavada
por las ruedas hidráulicas de Newton.”
De manera que si
los románticos refutan la restricción lockiana de la percepción pasiva y exigen
una doble función perceptora y creadora de la mente, del mismo modo les resulta
inaceptable la mecánica pasividad de la naturaleza newtoniana. En el “hombre
newtoniano” el Yo, sujeto receptivo de un “haz de diferentes percepciones que
se suceden con inconcebible rapidez, en un flujo y un movimiento perpetuo”
(Hume), queda aniquilado bajo el peso, precisamente, de su propio poder.
Bajo el brillante ropaje del optimismo ilustrado y del
progreso empirista, para los románticos no pasa inadvertida la doble
minimización a la que se ve sometido el hombre moderno: al correr el prudente
velo que ocultaba la tiránica grandeza de la naturaleza él se ha empequeñecido,
pero al ser incapaz de descubrir la propia grandeza de su subjetividad, el
empequeñecimiento se ha hecho sentir doblemente: La gran “Edad de la Razón” ha creado la gran angustia de la razón.
En el soneto To science, Edgar Allan Poe, irritado,
se pregunta respecto a la ciencia:
¿Por qué devoras
el corazón del poeta,
oh buitre, cuyas alas son sórdidas
realidades?
Y Hölderlin se queja de que:
Dura ya demasiado
la sevidumbre de todo lo divino
y todas las fuerzas celestiales
perdidas; gastados
los benefactores, por placer,
ingratamente, por
una raza taimada y que cree conocer,
mientras el Altísimo le cultiva el
campo,
la luz del día y el dios tonante, y
el catalejo espía y numera y
llama con nombres a las estrellas
del cielo.
El Romanticismo resucitará
algunos de los grandes mitos: el de la Unidad universal, el del Alma del
mundo; y creará otros: el Inconsciente, santuario de nuestro diálogo
sagrado con la realidad suprema, el Sueño, en que se transfigura todo
espectáculo y en que toda imagen se convierte en símbolo y en lenguaje místico.
Difundida confusamente en todo el
romanticismo literario, la tendencia a
concebir el mundo y el hombre en su unidad esencial se afirmó en los pensadores
del s. XIX. Shelley, por ejemplo, toma de Platón la idea del alma en el
mundo. Lejos de pensar que la totalidad de las cosas pueda dividirse en
espíritu y materia, Shelley sostiene que la materia no existe y que el espíritu es la única realidad; que
la naturaleza no es menos viva que el hombre y que, como él, tiene un alma.
Para Shelley, la tierra y todo lo que en ella existe está vivo, y es dirigido
por un principio inmanente de vida. Superando el concepto puramente mecanicista
de la naturaleza, se impuso entre los románticos un criterio organicista, en
el cual la naturaleza estaba animada por
un principio espiritual, de donde resultó una suerte de panteísmo animista.
Partiendo de esa concepción, los románticos afirmaron la consonancia entre el
hombre y la naturaleza, que dejó de ser un mundo exterior, para convertirse en
un espíritu que experimentaba, al unísono, las emociones humanas. En
Shelley puede verse claramente esa
manera de concebir la naturaleza, que interesa menos como lo que es que
como expresión de los sentimientos del hombre.
Alemania produjo una
filosofía de la naturaleza con un cuerpo teórico que no encontró paralelo en
Francia ni Inglaterra, fundada en el principio de la identificación de la
naturaleza con el dominio del espíritu. Schelling fue el gran filósofo de la
naturaleza en el grupo romántico alemán y el portavoz de la idea de que el
hombre puede captar el proceso interno de la naturaleza mediante la intuición.
En
síntesis, puede afirmarse que el romanticismo logró evadirse del mecanicismo
dieciochesco, que intentó una nueva concepción de la naturaleza y, lo que es
más importante, que dejando de lado todo sueño utópico de volver a una edad
"natural", reafirmó el valor de la civilización y el arte, que estimó
como naturales para el hombre.
Así como los griegos veían espíritus vivos
en el mundo físico y tenían sus dioses de la tierra y del mar, así también
Shelley cree que todo lo que existe está vivo y manifiesta la influencia de
algún poder central directivo.
Los románticos , pues, retoman la idea del
universo sensible como un organismo viviente y móvil en cada una de cuyas
partes se manifiesta la presencia activa de una fuerza divina.
Bajo el impulso de este
principio interior, la naturaleza entera sigue un camino necesariamente
ascendente, que encuentra su expresión más inmediatamente perceptible en la
evolución de las especies animales y de la humanidad misma hacia un fin cada
vez más elevado.
El
Romanticismo no sólo opone al racionalismo las intuiciones del sentido íntimo,
o la correspondencia de todo ser con el organismo total de que forma parte,
sino que afirma que la razón es insuficiente para aprehender la naturaleza,
porque ésta es algo viviente.
Diversas corrientes
espirituales preparan este brote de irracionalismo, que no fue tan brusco ni
tan nuevo como podría parecer. El neoplatonismo del Renacimiento italiano y
alemán había afirmado ya algunas de las ideas fundamentales. Para Kepler,
Paracelso, Nicolás de Cusa, Giordano Bruno, el universo es un ser viviente,
dotado de alma; una identidad esencial reúne a todos los seres particulares,
que no son más que emanaciones del Todo. Una relación de universal simpatía
rige todas las manifestaciones de la vida. El hombre se encuentra en el centro
de la creación, ocupa un lugar privilegiado en la cadena de los seres, gracias
a su dignidad de creatura pensante y consciente, de espejo en que el universo
se mira y se conoce. Y a la inversa, el hombre encuentra a la creación entera
en el centro de sí mismo.
Mientras nacían en todas
partes los gérmenes de una filosofa irracionalista del sentimiento, de la
intuición global, de la evolución viviente, las ciencias recibían del empirismo
dominante un impulso que parecía destinarlas a refrenar victoriosamente la
invasión mística. El siglo XVIII había emprendido, y realizado en muy gran
medida, una vasta descripción del universo sensible; y, entregado a los métodos
más alejados de toda interpretación subjetiva, proseguía, descubrimiento tras
descubrimiento, su obra de progreso humano.
Sin embargo, iba a operarse
un singular trastrueque de posiciones: aun los descubrimientos de la ciencia,
en su rápida sucesión, debían de parecer tan prodigiosos a los espíritus, que
los racionalistas se vieron casi convencidos de lo que antes negaban, mientras
que sus adversarios se apoderaron de los nuevos hechos, para formar un haz con
todas aquellas ideas dispersas que la especulación les había hecho lanzar en el
desorden de su entusiasmo. Fieles a su método "analógico", no
vacilaron en transportar al dominio psicológico los descubrimientos de las
ciencias naturales: lo que era verdad para la naturaleza tenía que serlo para
el hombre, puesto que entre una y otro no había un simple parecido, sino una
identidad esencial.
El descubrimiento del oxígeno por Priestley
pareció demostrar que era un mismo elemento vital el que regía el reino
orgánico y el inorgánico. Principio activo de la combustión y también de la
vida humana, el oxígeno podía ser el lazo de unión que se buscaba entre los dos
mundos separados.
En física, los trabajos de
Galvani en electricidad, y sobre todo los experimentos magnéticos de Mesmer,
suscitaron un entusiasmo universal. También en este campo, una misma fuerza
parecía regir la materia y el espíritu, alentando todas las esperanzas de
quienes tendían a explicar el universo entero por un solo proceso, idéntico en
todas partes.
La Naturaleza es, pues, un
organismo animado y no un organismo divisible en sus diversos elementos. No se
trata aquí de una simple comparación con la vida animal, sino de una intuición
esencial, común a todos los que obedecen a la necesidad de reducir la
multiplicidad de las apariencias a una Unidad fundamental. Si se la considera
en el tiempo, la naturaleza aparece como un ciclo infinito en que toda
existencia individual nace y muere, sin tener sentido más que por su
subordinación al conjunto. En el
espacio, la naturaleza abarca todos los fenómenos, cada uno de los cuales
refleja y reproduce simplemente la vida total. Lo que posee de vitalidad el
individuo en cuanto tal lo toma de la vida universal, y es preciso que un
trabajo continuo de asimilación y desasimilación ‑cuyos límites extremos son el
nacimiento y la muerte‑ restablezca incesantemente el circuito interrumpido. La
muerte propiamente dicha no existe: un individuo nace de otro; morir "es
pasar a otra vida, no a la muerte".
Una gran fuerza recorre toda
la vida cósmica, ligando entre sí, y con el conjunto, a todos los seres
existentes; esta fuerza, bajo la influencia de los descubrimientos magnéticos,
recibe el nombre de simpatía.
Renace la idea de un Alma universal
omnipresente, principio espiritual de todas las cosas, del cual son emanaciones
o aspectos las almas individuales. Esta alma es la fuente de donde manan a la
vez la realidad espiritual y el cosmos.
El
espíritu del hombre es el espejo más puro del universo y del Alma universal. Más aún, esta
Alma no puede llegar a la consciencia y conocerse a sí misma sino en su imagen,
que es el alma humana; pero no en el alma tal cual es, inculta y abandonada,
sino únicamente en el hombre que ha sabido llegar a ser lo que ya es. Lo que debemos hacer es habituar nuestro
oído para percibir el diálogo interior del Todo consigo mismo, alcanzar en
nosotros mismos las regiones inconscientes, que son las de la semejanza divina.
Es preciso que el hombre
descienda a su interior y encuentre ahí los múltiples vestigios que, en el
amor, en el lenguaje, en la poesía, en todas las imágenes del inconsciente,
pueden recordarle aún sus orígenes; es preciso que redescubra, en la naturaleza
misma, todo aquello que, oscuramente, despierta en el fondo de su alma la
emoción de una semejanza sagrada; es preciso que se apodere de estos gérmenes
adormecidos y que los cultive.
Y entre ellos, no son los
menos preciosos aquellos cuya presencia misteriosa nos revela el sueño.
Porque nuestra aparente lucidez actual es una noche profunda, y la verdadera
claridad ya no nos es accesible más que en los aspectos nocturnos de nuestra
existencia.
Todo el empeño de los
románticos tiende a rebasar las apariencias efímeras y engañosas para llegar a
la unidad profunda, la única real. Si para ellos tienen un valor privilegiado
la poesía, la imaginación creadora o el "sentido interno", es porque
en estas cosas ven los diversos medios de que disponemos para llegar a nuestro
primer estado de comunicación con el universo divino.
La psicología de los
románticos será incomprensible si no se la integra dentro de este mito. Lo que
ellos pretenden no es analizar el papel de las diversas facultades que vendrían
a componer el mecanismo humano, puesto que sostienen, justamente, que ni el
universo, ni mucho menos el hombre son
máquinas formadas de piezas sueltas. El
hombre‑microcosmos fue en el principio un organismo perfecto, dotado de un solo
medio de percepción, el sentido interno o sentido universal. Como el hombre era
aún semejante a la naturaleza armoniosa, le bastaba sumergirse en la
contemplación de sí mismo para alcanzar la realidad, de la cual era un reflejo
purísimo. Aun en el estado actual subsiste en nosotros ese sentido, y aunque
borroso y fragmentado, hasta él debemos descender si queremos llegar a un
conocimiento verdadero. Se manifiesta en todos los estados de hipnosis, de sonambulismo,
de exaltación poética, en una palabra, en todos esos estados de abandono al
ritmo mismo de la naturaleza que se pueden llamar éxtasis.
La ek‑stasis,
según la etimología a que se complacen en acudir estos místicos, nos saca fuera
de nuestro estado habitual para restituirnos momentáneamente a una existencia
diversa. "El Todo (o el Absoluto) es lo único que vive; cada individuo
sólo vive en proporción a su proximidad al Todo, esto es, en la medida en que
una ek‑stasis lo arrebata de su individualidad".
Ese
sentido interior, y no el que copia lo externo, es el que ilumina la marcha del
genio; y todo artista todo auténtico poeta es un vidente o un visionario, cada
poema, cada verdadera obra de arte es el monumento de una visión.
Pero en la fase actual de la
evolución humana, esos estados de éxtasis ya no son sino raros instantes,
reservados a unos pocos seres privilegiados.
Así, al espíritu moderno, que
divide y construye se opone el sentido antiguo, que obra inconsciente y
ciegamente, pero que percibe de manera inmediata el "gran encadenamiento
de las cosas".
Para los románticos, el alma
no puede ser sino el lugar de nuestra semejanza y de nuestro contacto con el
organismo universal, la presencia en nosotros de un principio de vida que se
confunde con la propia Vida divina. Y, como nuestra psique consciente es la
psique posterior a la separación, encerrada en sí misma, será preciso postular
otra región de nosotros mismos a través de la cual la prisión de la existencia
individual se abra a la realidad. En
efecto, lo que las facultades de nuestro ser consciente ‑sentido y razón‑
conocen con el nombre de realidad objetiva no es lo Real. Esto último, que se
confunde con la vida, solamente puede alcanzarse en nuestro interior, en el Inconsciente.
El inconsciente de los
románticos no es ni una suma de los antiguos contenidos de la consciencia
olvidados o reprimidos, ni tampoco una región oscura y peligrosa. Es la raíz
misma del ser humano, su punto de inserción en el vasto proceso de la
naturaleza.
Por lo demás, dista mucho de
estar apartado de la naturaleza y vuelto íntegramente hacia el Espíritu. Lo que
percibimos en él es justamente el paso del flujo cósmico a través de nosotros;
es "el oscuro diálogo del Todo consigo mismo". Esta región interior
de nuestro ser, a la cual descienden las
imágenes y las ideas que olvidamos, y de donde suben nuestros actos y
nuestras inspiraciones, es a la vez la vida misma de la naturaleza creadora, en
la cual estamos completamente sumergidos.
Así, junto al claro discurso
que llamamos vigilia, continúa el hilo de otro discurso apagado... Pero la vida
humana está hecha de alternancias: así como el sol sale y se pone, así la
consciencia se abisma en su propia noche, no como en un caos vacío, sino en
toda la plenitud de su vida oculta... El sueño es el profundo retorno del alma
a sí misma.
Pero situemos las ideas en
torno al sueño como fuente de inspiración dentro del concepto que de la
creación poética tienen los románticos.
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