Tema XIII.- Periodo de transición: Stendhal.


13.- Periodo de transición: Stendhal.

- La novela: Stendhal y su fama póstuma.

- Rojo y negro.

- Otras obras

 

La novela: Stendhal y su fama póstuma

 

Henry Beyle -conocido por el pseudónimo de Stendhal, y que no sólo debe contarse entre los escritores de transición, sino entre los maestros más invocados y aclamados por las escuelas y tendencias que hemos visto sucederse: el naturalismo, el psicologismo,- nació en 1783, y, por consiguiente, pensó y escribió en la plenitud del romanticismo: tenía veinte años cuando El Genio del Cristianismo, Atala, René, se publicaban o iban a publicarse. Envuelto, eclipsado por la gloria y el brillo de una época a que moralmente no pertenecía, aunque la fatalidad cronológica le obligase a vivir en ella, Stendhal escribió mucho y apenas fue leído; y sólo mediante una de esas rehabilitaciones póstumas -que en España no conocemos, porque hay pereza de estudiar a los vivos y a los muertos mucho más, pero que se ven con frecuencia en los países intelectuales-, ha ascendido al puesto que hoy ocupa. Hacia 1840, dos años antes de morir, profetizaba Stendhal: «Probablemente tendré algún éxito allá en 1860 ó 1880». Ningún escritor habrá vaticinado con mayor lucidez. Su fortuna literaria nació tarde, pero robusta y con cuerda para imponerse a dos o tres generaciones, movidas por ideas enteramente contradictorias.

Nació en Grenoble, en el Delfinado, aunque, por alarde de simpatía a Italia, la tierra donde encontraba afinidades con su carácter y gustos, mandó escribir sobre la lápida de su sepultura Arrigo Beyle, milanese. La familia de Beyle pertenecía a lo que llaman en Francia aristocracia de toga -semiaristocracia, sangre violeta, no azul. Su madre, que murió joven, era de origen italiano tal vez; en su casa se hablaba italiano, se leía a Tasso y al Dante.

El entusiasmo que naturalmente despertaban en los muchachos los triunfos de los ejércitos republicanos, movió a Stendhal a querer ingresar en el Colegio de Artillería, y con tal objeto llegó a París el último año del siglo XVIII, cabalmente la víspera del 18 de Brumario, jornada que puso la suma autoridad en manos del artillero Bonaparte. Esta circunstancia explica sobradamente la influencia inmensa y singular que sobre la imaginación de Stendhal ejerció el destino de Napoleón, su carácter, su encumbramiento. En efecto, para Stendhal, la estrella napoleónica fue norte de su vocación, y hasta le señaló el rumbo de novelista. Obsérvese que en todos los grandes escritores de la época de Stendhal, y aun mucho después, notamos esta obsesión del gran caudillo, pues existe una pléyade de intelectuales que, al través de la admiración involuntaria y fanática de aquel Stendhal (más inclinado a la ironía que a la veneración, hasta en presencia del Coliseo romano), adoran el recuerdo del primer Bonaparte. El culto napoleónico, la glorificación del individuo que se abre camino por la voluntad, despreciando obstáculos -la suprema fórmula del anarquismo-, tuvo por pontífice a Stendhal, y después extendió sus raíces por toda Europa. El estudiante criminal de Dostoyewsky, en su célebre novela Crimen y castigo, Raskolnikof, no es sino un napoleonista, un sectario de ese dogma de los fuertes, que no reparan en medios. Hoy, tal religión es una de las grandes corrientes de pensamiento en la juventud literaria francesa. Así como en los comienzos del romanticismo se osianizaba, se aspiraba a pasar por alma melancólica, ahora se aspira a pasar por alma de acero, capaz, como Nerón, de abrasar a Roma para calentarse y divertirse.

Y así como había llegado a París al día siguiente del 18 de Brumario, que erigió a Napoleón sobre el pavés, tocole en suerte llegar el 1.° de Abril de 1814, en que el Senado firmó la supresión del Imperio. La caída del Corso era el fracaso de la vida entera para Stendhal.

Determinó entonces seguir sus decididas inclinaciones de viajero y pasó a Italia, donde se quedó tres años. Allí escribió la Historia de la pintura en Italia, y vivió feliz, saturado de arte y de feminidad. Bien acogido en todas partes, gozó de la facilidad complaciente del trato italiano, hasta que un envidioso esparció la voz de que era espía secreto del Gobierno francés, y se le cerraron puertas y se le hicieron desaires. Stendhal, en extremo pundonoroso, sintió esta calumnia a par del alma; fue -son sus propias palabras- el golpe más terrible que recibió en su vida.

 Cruzó entonces Stendhal su época de apogeo mundano y literario, la que formó su reputación de hombre ingenioso y conversador -única que disfrutó en vida-. Pasaba por uno de esos talentos de salón, observadores y expertos, amenos y picantes. No fue, sin embargo, tan dichoso este período para Stendhal como el de su estancia en Italia, y hasta consta que por diferentes preocupaciones, en especial pecuniarias, proyectó quitarse la vida.

A la caída de la Restauración le enviaron de Cónsul a la melancólica ciudad de Trieste, de lo cual se consoló pasándose el tiempo en Venecia. Los recelos de Metternich le trasladaron de Trieste a Civita-Vecchia, donde aquel hombre sociable hubiera sucumbido al tedio, si no pudiese hacer escapatorias a Roma. Hacia 1835, para combatir el aburrimiento y librarse de un clima malsano donde tres meses padeció el aria cattiva, solicitó un Consulado en España. No lo consiguió, y sus viajes a España fueron de recreo no más. Hacia 1839 sintiose Stendhal enfermo, caduco, abatido, fatigado de la existencia; no deploraba la proximidad de la muerte, pero sí la de la vejez, con su inevitable séquito de achaques; la gota, escollo de las complexiones vigorosas, las perturbaciones cerebrales y la ataxia, resultado de la vida intelectual y sensitiva con exceso. Amenazado de apoplejía, pasó a París en 1841, domado y alicaído, transformado por la decadencia física, despojado de su cáustico ingenio, de su vivacidad de polemista, de cuanto le caracterizaba moralmente. Habíanle prohibido los médicos el menor trabajo literario; desobedeció la prohibición a principios de 1842, y el 22 de Marzo, antes de cumplir los sesenta, cayó fulminado por el derrame sanguíneo, en la acera de la calle, a la puerta del Ministerio de Estado, lo cual parece simbólico en hombre que por poco alcanza los más altos puestos diplomáticos, y no pasó de Consulados que fueron destierros. En su sepultura colocaron el epitafio donde se declara milanés, habiendo renunciando a la nacionalidad francesa, según nos dice su biógrafo, porque Francia, en 1840, planteada por primera vez la cuestión de Oriente, no quiso aceptar los azares de la guerra. Por segunda vez le pareció a Beyle que su patria «dimitía», y no se resignó a formar parte de un pueblo dimisionario. Eligió la patria de su alma, Milán.

Así es que Stendhal (fácilmente consolado de la ruina del Imperio, que era su propia ruina como ambicioso), sólo no se consoló nunca de dos cosas: de no ser guapo y de no haber nacido noble de veras, con nobleza azul. Estas ventajas personales y de nacimiento dan prestigio en los salones y ante las mujeres. Disculpables flaquezas, que implicaban otras, el afán de disimular los estragos de la edad, cierto dandismo, en que Stendhal, precursor de tantas direcciones literarias, lo fue de Barbey de Aurevilly, otro viejo verde y lechuguino.

Sólo un hombre, Stendhal, emprendió un camino paradójico y obscuro; eran prematuras sus ideas, prematuro su talento; no se comprendieron sus admirables intenciones, sus profundas palabras pronunciadas como al descuido, la asombrosa exactitud de su observación y su lógica; no se ha visto que, bajo sus apariencias de ingenio mundano, ponía el dedo sobre los grandes registros, traía procedimientos científicos a la historia del corazón, que resumía, desintegraba y deducía, y era el primero en señalar las causas fundamentales -nacionalidades, climas y temperamento-; en suma, que trataba los sentimientos como deben tratarse, clasificando y pesando fuerzas... por lo cual ha permanecido aislado y excéntrico, escribiendo viajes, novelas e impresiones, para los veinte lectores que solicitaba y obtenía».

Más de treinta años después, Bourget publicó sus Ensayos de psicología contemporánea, el nombre de Stendhal asciende todavía. Hablando de la novela Rojo y negro, obra maestra de Stendhal, Bourget refiere cómo se la saben de memoria los escritores contemporáneos, cómo más de diez veces oyó que a porfía citaban trozos, cual se cita el Evangelio. Y en la intensidad de su admiración por Stendhal, Bourget llega a suponer que esta sola novela equivale a toda la Comedia humana, de Balzac.

No es Beyle un escritor extraordinariamente fecundo. Sus novelas son: Rojo y Negro; Armancia; La Abadesa de Castro; La Cartuja de Parma. En cuanto a Victoria Accoramboni, Los Cenci, etc., les llamaremos narraciones breves. Siendo del caso añadir que los libros verdaderamente influyentes son Rojo y Negro y Del amor; en segunda línea, La Cartuja de Parma y La Abadesa de Castro.

Su procedencia del siglo XVIII, su filiación que, saltando el romanticismo de escuela, le enlaza con Diderot y Voltaire, su sensualismo ideológico, su doctrina del ambiente, de las razas, los caracteres y los temperamentos, que le hace cabeza y padre de tan vasta descendencia de novelistas, historiadores e intelectuales -todo está concentrado en escasas novelas-.

 

Rojo y negro

 

Rojo y Negro, obra hoy tan ensalzada, donde tantas cosas ven sus apasionados, que la califican de «una de las Biblias del siglo XIX». Es, no cabe negarlo, libro que, con todos sus defectos, causa impresión fuerte y honda, si no la incurable intoxicación de que habla Bourget;  se diferencia de la mayoría de las demás novelas, como el buitre de los estorninos. Antes que Nietzsche, Beyle nos muestra franqueada por las almas de presa la ideal demarcación que mantiene a otras almas más acá del mal y del bien.

Julián, el héroe, es tipo menos poético que René y Werther, y, sin embargo, por la exaltación de su egoísmo individualista, pertenece de derecho a la progenie del romanticismo, -recuérdese que hemos dicho que los elementos de esta gran expansión de la personalidad vamos a encontrarlos en todas partes, hasta donde menos se pensaba, hasta en los cimientos de la escuela objetiva y naturalista-. Julián es un muchacho pobre, de obscuro nacimiento, de vasta instrucción, orgulloso, altanero, y, dígase de una vez, envidioso; en él por primera vez se eleva al arte la pasión de la envidia, hoy imperante, y no sólo en literatura, sino en sociología, como no sería difícil demostrar. Al entrar con título de preceptor en una familia aristocrática, no piensa sino en vengarse secretamente de ser plebeyo y humilde, seducir fríamente a la señora de Renal, dominarla, afrentar a su marido y a la clase social a que ambos pertenecen. No es este móvil de represalias el único que guía las acciones de Julián: quiere venganza, pero también quiere, con rabia, ascender, llegar; la improvisada suerte de Napoleón, su poderío, su elevación casi milagrosa, se le han subido a la cabeza; esta sí que es verdadera intoxicación. Los grandes destinos influyen así sobre muchos destinos desconocidos, borrosos al parecer, intensos por dentro hasta un grado delirante. Julián Sorel se diferencia de los «fatales» del romanticismo en que estos luchaban consigo mismos, Julián con la sociedad entera; esto es lo que eleva el tipo y le da proporciones satánicas. Lo implacable de la disección, aumentan el interés de esta novela, que leemos ya sublevados, ya subyugados; nunca indiferentes. En ella, aunque el estudio de la realidad exterior es fiel, lo eclipsa enteramente la labor del psicólogo, cumplida tan a conciencia, que Beyle es de los pocos escritores que no incurrieron en ridiculez contestando al que le interrogaba acerca de su profesión: «Soy observador del corazón humano».

Es justo añadir que Stendhal, en este terreno, no se forjaba ilusiones: entendía bien la inmensa, la inextricable complicación del «corazón humano», y por eso sentaba como base el estudio del carácter, que no es otra cosa, en psicología, sino el individualismo. Por tal concepto, está plenamente dentro de la doctrina romántica Stendhal.

Por tal concepto, asimismo, cabe decir que Julián Sorel, el héroe de Rojo y negro, es un fatal más, un hermano de Antony y de Werther, y un nieto de Rousseau. En vez de amar ambiciona, pero ambiciona en amor también; su amor es una lucha para apoderarse de la voluntad ajena, fascinando rápidamente a la dulce señora de Renal, y sosteniendo un duelo a estocadas, como en tiempo de los Valois, con la orgullosa señorita de la Môle. No pudiendo conquistar y subyugar al mundo, como su modelo e ídolo Napoleón, conquista almas, porque cada alma es un mundo. Individuos como César Borgia y como Julián Sorel, inteligentísimos, resueltos, sin otros escrúpulos que los que dicta el orgullo, capaces de todo, hambrientos de sensaciones terribles e intensas, hallan su fondo adecuado en épocas de acción y de lucha, y Stendhal decía bien al exclamar: «En tiempo del Emperador, Julián hubiese sido un hombre muy honrado». Antes que Tolstoi y que tantos moralistas novísimos, Julián, ya condenado a muerte, bajo la garra de la sociedad triunfante, hace profesión de fe. «La ley es la que hace el delito... No hay derecho natural... Lo único natural es la fuerza».  

Otras obras

Más claramente aún que en Rojo y negro, se ve en las restantes novelas de Stendhal el lado romántico de ese ingenio: el culto al carácter y al color local, dogmas del romanticismo, a que Stendhal agregó la fidelidad y la exactitud del detalle, produciendo impresión realista, En La Cartuja de Parma (que empieza muy bien) la descripción de la batalla de Waterloo es la verdad misma: después de tantas batallas referidas en estilo ampuloso, y como si el escritor las viese desde un globo, en conjunto, por primera vez Stendhal se atrevió a pintar la prosa de un combate, las sensaciones y los accidentes verdaderos; y como al héroe Fabricio del Dongo, nos entran tentaciones de preguntar: «Pero ¿he asistido a una batalla de veras?». Desde Rojo y negro, el ambiente que estudia Stendhal es el italiano; deja de ser un sutil Escoto de la psicología, y va hacia el contraste violento; sus novelas y narraciones pasan en Italia, en la Italia de gran claroscuro, estilo Ribera y Caravaggio: Italia, supersticiosa, sensual, apasionada, trágica, el país de la energía, así lo califica Beyle, que, según afirma, busca el asunto de sus novelas italianas en documentos auténticos, en papeles de familia, desempolvando archivos. En este género truculento, que adquiere mayor relieve por la misma sequedad y sobriedad con que narra Stendhal, me parecen de perlas La Abadesa de Castro y las cortas narraciones, medalloncitos grabados en píetradura, que se titulan Vittoria Accoramboni, La duquesa de Palliano, Vanina Vanini, Los Cenci. La duquesa de Palliano, sobre todo, muestra tal carácter de realidad, explica tan bien ciertos aspectos de la vida y del espíritu bajo el Renacimiento, que cada vez que se lee aumenta el efecto que produce. Obsérvese que no es una novela, sino una anécdota histórica; Stendhal, en cuanto a la invención, poco o nada tuvo de novelista.

Más todavía que en las novelas, puede comprobarse en la crítica de Stendhal la extraña mezcla de ideas que hace de él el representante característico de la transición. Mezclados, pero nunca incorporados, encontramos en Stendhal el filosofismo del siglo XVIII; el sensualismo de Condillac y Cabanis; el epicureísmo; el espíritu romántico; el casi nonnato realismo; el psicologismo insospechado por su generación, y también el decadentismo católico, revelado en forma de culto «al catolicismo anterior a Lutero, tan espléndido, tan sereno, tan favorable al florecimiento de las bellas artes». Un rasgo se nota en Stendhal, que podríamos observar en Heine y en Byron: la repugnancia y el desdén hacia la patria territorial y el entusiasmo por la patria espiritual elegida. «Yo escribo -decía- en idioma francés, pero no en literatura francesa». Las mismas sátiras y burlas con que Heine fustigaba a su pedantesca Alemania y Byron a su brumosa y glacial Inglaterra, túvolas Stendhal contra Francia, país donde encontraba apagado y falseado el sentimiento en Italia vigoroso y volcánico, y a la cual acusaba de no creer sino en la moda. En el terreno de la crítica literaria, Stendhal se mostró militante en favor del romanticismo; pero el hijo de la Enciclopedia apareció de relieve cuando se trató de definir el movimiento romántico, que no era, según Stendhal, sino «lo que causa mayor placer a los contemporáneos». Y es preciso reconocerlo: en crítica, Stendhal puede equivocarse, y de hecho se equivoca muchas veces; pero cuando acierta, tiene lucideces que no se olvidan. Para ejemplo, cito este párrafo: «Me escriben de París que han visto allí (Exposición de 1822) un millón de cuadros que representan asuntos de la Sagrada Escritura, pintados por pintores que no creen mucho, juzgados por gentes que creen menos, y, en fin, pagados por gentes que no creen nada. Después de esto, buscad el por qué de la decadencia del arte».
El libro El amor, de Stendhal, es de todas sus obras la que más requiere comentario y discusión de infinitos puntos de vista. Más serio que El arte amatoria, de Ovidio, y que la Fisiología del matrimonio, de Balzac; con la malicia experimental que falta a los Remedios del amor, de Feijoo; más vibrante y sentido que la Fisiología del amor moderno, de Bourget, El amor, de Stendhal, bastaría para realizar su aspiración de ser leído en 1900. En este libro, atractivo hasta lo sumo, la sugestión del asunto hizo que Stendhal, contra su costumbre, encontrase imágenes, y metido a pescador de perlas, recogió una magnífica: la célebre comparación del nacimiento del amor con la cristalización, palabra que hoy todos aplican como la aplicó Stendhal. «En las minas de sal de Saltzburgo, arrojan en las profundidades abandonadas de la mina una rama deshojada por el invierno. Dos o tres meses después, la sacan cubierta de cristalizaciones brillantes: las minúsculas ramillas, no más gruesas que la patita de un pájaro, se revisten de diamantes refulgentes y movibles. Ya nadie conoce la rama primitiva». «Así -añade Stendhal- va el alma revistiendo el sentimiento naciente de divinos encantos y mágicas creaciones; el origen del fenómeno está en el instinto natural; pero al intervenir el corazón

No hay comentarios:

Publicar un comentario