Tema XVII- El arranque de la modernidad poética: de Baudelaire al Simbolismo.


TEMA 17. El arranque de la modernidad poética: de Baudelaire al Simbolismo.

 

Corrientes estéticas de finales del siglo XIX

- A finales del siglo XIX, surgen diferentes movimientos artísticos (Parnasianismo, Simbolismo y Decadentismo) que tienen algunas características comunes:
• Oposición al Realismo, al positivismo y a la sociedad burguesa.
• Defensa de la libertad de creación y afán de rebeldía.
• Hay una concepción no utilitaria del arte: se busca la belleza en sí misma (“el arte por el arte”).

Parnasianismo
Se compone de un grupo de poetas franceses que se reunieron en torno al escritor Leconte de Lisle (principal representante del movimiento) y colaboraron en la revista El Parnaso contemporáneo. Algunos de sus rasgos son:
• Es una poesía impersonal, que abandona el sentimentalismo romántico.
• El arte por el arte, dejando al margen el compromiso social o político. Por eso, se busca la perfección formal en el poema.

• Las fuentes de inspiración están en la cultura clásica y en la oriental. Destacan los Poemas antiguos de Leconte de Lisle.

Simbolismo
- Nace en Francia con el “Manifiesto simbolista” de Moreas. Tiene como precursor a Baudelaire y sus principales representantes son Verlaine, Rimbaud y Mallarmé.
- Algunas de sus características son:

• El poeta busca el conocimiento a través de la intuición y la adivinación.
• Importancia de la música, buscando los efectos sonoros de las palabras.
• Uso del verso libre como medio de expresar el pensamiento sin los condicionantes o ataduras de la métrica.
• Empleo del símbolo, que consiste en aludir a realidades complejas (la muerte , soledad, el tiempo), mediante objetos o elementos concretos.

Decadentismo
- Es una corriente estética que se caracteriza por el refinamiento y la melancolía. Sus representantes más llamativos son el inglés Oscar Wilde y el italiano D´Annunzio.
- Ellos se ven como seres elegidos pero perdidos en un mundo que no los entiende, por ello, se hunden en la melancolía y en un pesimismo enfermizo.
- Admira los finales de épocas históricas: el bizantinismo (época final del Imperio Romano en Oriente) y el alejandrinismo (final del esplendor cultural griego).

Principales poetas de finales del siglo XIX

 Verlaine
Es un poeta que busca más sugerir que definir. Muestra innovaciones métricas, experimentaciones con la rima. Podemos destacar su obra Romanzas sin palabras donde el autor refleja su relación con Rimbaud y transmite sus estados de ánimo en relación con el paisaje.


Rimbaud
Es el creador de la poesía hermética y oscura. Sus metáforas atrevidas e incomprensibles anuncian las de los surrealistas. Destaca su obra El barco ebrio, donde la imagen del barco abandonado errando por los mares simboliza al propio poeta.
Mallarmé
Construye el poema alrededor de un símbolo central. Así, por ejemplo, el azul representa el cielo, lo que está más allá de la tierra., el abismo. Entre sus obras más importantes se encuentra Herodías.
 

La teoría estética de Baudelaire


La importancia de Charles Baudelaire (París, 9 de abril de 1821 – ibídem, 31 de agosto de 1867) como autor paradigmático de la modernidad es bien conocida.  Baudelaire ha sido el vehículo con el cual la poesía francesa ha logrado traspasar sus fronteras a la vez que ha servido de punto de partida a otros grandes poetas. Baudelaire fue el ejemplo más grande de la poesía moderna en cualquier lengua Su renovación de una actitud hacia la vida no es menos radical ni tampoco menos importante que su renovación del verso.

Es comúnmente aceptado que el concepto de modernité de Baudelaire y su presentación de varias de sus dimensiones ha sido central en el posterior debate sobre el modernismo, en gran medida por el papel protagonista que le ha sido asignado al poeta francés y a su leyenda. En este sentido, Benjamin afirma que “la importancia que es propia de Baudelaire radica en el hecho de ser quien primero, y sin duda también con más acierto, viene a confrontarse con el hombre en tanto que alienado de sí mismo –en el doble sentido de ese término–; y ello reconociéndolo y blindándolo contra un mundo ya cosificado En su obra se encuentran las semillas que años más tarde germinarían en el existencialismo de autores como Sartre o Kafka, así como una cierta aproximación a la crítica social marxista que el contexto cultural de Baudelaire comenzaba a causar. Y todo ello con un extraordinario estilo lírico, paradójicamente innovador y clásico al mismo tiempo, en lo que sin duda es una de las principales características definitorias de la estética baudelaireana.

Al decir que Baudelaire fundamenta la poesía moderna no se afirma únicamente que la práctica totalidad de los poetas posteriores le leyó y admiró, haciendo de él un modelo, sino que se intenta enfatizar la apertura del poeta francés de un territorio lírico invisible hasta él y que es transitado masivamente en la actualidad. Baudelaire inventó un cierto extremismo de los sentidos, intentó que ninguna idea justificara a priori la expresión del mundo; al contrario, la invención de un mundo sensible debía darse dentro de un universo cerrado en sí mismo: la Poesía, que se debe sustentar por sí sola. Los nuevos mundos inventados pretenden excitar la imaginación, para quizás así dar vida a una Idea que resulte como consecuencia de esa excitación poética, pero nunca como un juicio.

La estética social de Baudelaire.

En su obra El pintor de la vida moderna abogó por la artificialidad, argumentando que lo natural es malicioso mientras que lo artificial es sinónimo de virtud, pues implica que debamos constreñir nuestros impulsos instintivos a fin de ser buenos o virtuosos: “La mayoría de los errores relativos a lo bello nacen de la falsa concepción del siglo XVIII relativa a la moral. La naturaleza se tomó en ese tiempo como base, fuente y tipo de todo bien y de toda belleza posibles (…). La virtud, por el contrario es artificial, sobrenatural, puesto que han sido necesarios en todas las épocas y en todas las naciones dioses y profetas para enseñarla a la humanidad animalizada, y puesto que el hombre, solo, hubiera sido impotente para descubrirla. El mal se hace sin esfuerzo, naturalmente, por fatalidad; el bien es siempre el producto de un arte.  El esteta elitista, el dandy, era para Baudelaire el último héroe de su tiempo, al tiempo que la prueba evidente de la vacuidad de la existencia: él pretendía ser un caballero que nunca cayese en la vulgaridad, preservando siempre la fría sonrisa del estoico.

Resulta así obvio que la poesía de Baudelaire no puede existir sino en la gran ciudad, la misma cuyo mediocridad cubre al poeta irremediablemente. El refugio en la naturaleza, recurso de sus precursores románticos, es descartado radicalmente desde el inicio: “El campo me es odioso, –dice Baudelaire– [...] el sol me agobia, [...] hábleme de esos cielos parisinos que son siempre cambiantes [...] sin que sus alternancias de calor y humedad aprovechen a estúpidos cereales [...] Tal vez moleste a su convicción de paisajista, pero he de decirle que el agua corriente me es insoportable; la quiero prisionera, encadenada, entre los muros geométricos de un muelle.7” Así pues, la naturaleza ha muerto para el poeta moderno. Baudelaire abraza la gran ciudad, selva sobrecogedora en cuyos callejones puede encontrar estímulos y peligros mayores que los de la selva o los bosques salvajes. Símbolo de civilización comercial y progreso técnico, París es como el gran desierto por el que vagar en busca de una belleza misteriosa no descubierta hasta entonces.

Anhelando esta belleza, el poeta se cubre con el velo del anonimato que la ciudad le otorga para observar la existencia moderna, que ahora se orienta a la perpetua búsqueda de la novedad. Es aquí donde surge la conciencia crítica de Baudelaire, que se opone a los valores de la emergente sociedad burguesa y se rebela contra ellos. Así, apela a lo trivial, a todos aquellos elementos que la misma modernidad deja al margen, lo que hace que en su poesía tengan cabida los pobres, los cadáveres, las drogas, el sexo, el satanismo y la carroña: todo aquello que para él significa la ciudad y que sólo es advertido por el “artista moderno”. Tal vez través del escándalo consiga despertar las conciencias deslumbradas por el progreso.

La obra y vida de Baudelaire plantean contradicciones:Se maldice el ‘progreso’, se detesta la civilización industrial de nuestro siglo, [...] y se disfruta, al tiempo, de lo especialmente pintoresco que esta civilización ha puesto en nuestra vida [...]. Es el esfuerzo esencial de Baudelaire: siempre reunir dos órdenes de sentimientos contrarios”.9

Baudelaire percibió el sentido de la sociedad de su tiempo como la necesidad de la continua renovación, la aspiración a la perpetua novedad, y por ello se propuso la creación de mundos inventados que provocaran la aparición de nuevas formas poéticas. Formas novedosas que se hacen necesarias en una época en que comienza la reproducción mecánica masiva, en un proceso paralelo al nacimiento de lo que Ortega y Gasset llamará posteriormente “el hombre masa”. Una masa que, según Benjamin, “no desea que la ‘instruyan’, y así sólo puede recibir y acoger el conocimiento con el pequeño shock que, al producirse, enclava lo vivido en su interior. Su formación es una serie de catástrofes que la van sorprendiendo”10. Se entiende así el continuo intento de Baudelaire por épater la bourgeoisie o, como uno de sus más destacados seguidores expresó más tarde, la necesidad de ser absolutamente moderno.

 

La rebelión desde la masa: Al lector.

El lenguaje poético y las formas prosódicas se encontraban, en la primera mitad del siglo XIX, tal y como las había dejado los clásicos del XVII. A los excesos románticos de finales del siglo XVIII habían respondido los parnasianos con una propuesta lírica que, en su intento por alejarse al máximo del romanticismo, adolecía de carencias equivalentes. Así, ante la desmesurada exaltación del yo poético, la excesiva libertad formal y la obsesiva relación con la naturaleza de los primeros, el grupo parnasiano reacciona volviendo a las hieráticas formas clásicas de la poesía grecolatina, basada en estrictos cánones métricos y una frialdad expresiva que, como ya hiciera Kant en su Crítica del juicio de 1790, defiende “el arte por el arte”: el artista se deslinda de toda pasión, y la naturaleza ahora no es más que un recurso accesorio presentado de forma artificial y bucólica con fines meramente contextualizantes.

Es en este contexto donde emerge la figura de Baudelaire, con una producción poética y de crítica artística tan rica y significativas que conllevan el nacimiento del Simbolismo y de una nueva formulación estética del arte. Su obra reúne algunas características del romanticismo tanto como de la corriente parnasiana, pero va mucho más lejos que la de sus antecesores. Partiendo de estos ingredientes principales, Baudelaire consigue abrir para la lírica un nuevo camino de infinitas posibilidades creativas, acorde con lo que la sociedad de su época parecía demandar (o quizá cabría decir provocar).

Así, se reconoce habitualmente a Baudelaire como padre o propulsor del Simbolismo, un movimiento renovador del arte que surge como reacción al excesivo realismo naturalista de la época, que exaltaba esta realidad cotidiana situándola por encima del ideal. Ello a pesar de estar viviéndose una etapa de novedades socioeconómicas, tras las revoluciones populares y la invención de maquinaria industrial, que dejaban paso a un nuevo mundo plasmado en las florecientes ciudades. Una realidad que muta al ritmo de las nuevas tecnologías y cuyo paradigma es el hombre-masa que las posibilita, convertido en una pieza ambivalente: como grupo, es imprescindible para la subsistencia del mecanismo; como individuo, carece de importancia y es fácilmente reemplazable por otro eslabón que mantenga el engranaje en movimiento. Es en este punto donde Baudelaire parece comprender de forma preclara a sus contemporáneos y se sirve de ellos para, rechazándolos, reafirmarse en su excepcionalidad. Y lo hará literariamente, con un obra que establece una teoría estética sin precedentes y que sirve de fundamento para toda la poesía posterior hasta nuestros días, tanto como en su actitud vital: puede decirse que la biografía de Baudelaire en cierto modo completa su obra, al poner en práctica los preceptos que su concepción del arte y la belleza formulan.

Una vez comprobada la necesidad de su inmersión en la masa como requisito de la distinción espiritual del poeta, Baudelaire proyecta alcanzar el paraíso de lo poético, el ideal sensible donde reine la conciencia de la belleza. Cabe interpretar así su continua actitud escandalizadora como un esfuerzo por despertar la conciencia ociosamente cobarde (cobardemente ociosa) de la muchedumbre, a la que Baudelaire se equipara retóricamente en el primer poema de Las flores del mal, donde apela a un “hipócrita lector” que iguala como “su semejante, su hermano”.

En un prólogo impecablemente escrito en cuartetos de versos alejandrinos de arte mayor, Baudelaire no sólo no trata de seducir o apelar a la tópica captatio benevolentiae, sino que se dirige agresivamente a un lector al que advierte de la presencia del tedio en toda su existencia. Antes, no obstante, juzga la conducta moral del hombre y el poder del Diablo, al tiempo que describe cómo actúa este hombre dominado por el mal.

En un poema cargado de una subjetividad con reminiscencias religiosas, Baudelaire sustituye la primera persona del singular, el tópico del Yo lírico, para analizar la moral del hombre moderno. Con una agresividad inusitada, el poeta muestra un tono entre el desafío y la denuncia, lo cual no es óbice para mostrar cierta compresión final al igualarse a la masa. Muestra aquí Baudelaire una nueva concepción de la belleza, que resulta de una calculada meditación, lejos del genio inspirador romántico: la poesía exige rigurosa reflexión, a fin de provocar en el lector más allá de la forma y las palabras. No hay pues espacio para la espontaneidad, y cada elemento del poema aparece en correspondencia a ideas o imágenes pasadas y/o futuras que se aúnan para contribuir a una mayor expresividad.

Se avanzan en este poema algunas de las líneas maestras de la teoría estética de Baudelaire, siempre con un trasfondo moral de referencia. Así, el primer verso enumera las actitudes que, según el autor, definen el pobre espíritu del hombre, y lo hace en una distribución asindética que sugiere una cierta infinidad en el reproche. Inmediatamente después aparece el pronombre “nuestros”, que une aquí la figura del poeta con la de este hombre-masa que el lector representa. Vemos ya en este segundo verso una cesura que divide éste en dos hemistiquios de idéntica estructura sintáctica, un recurso que Baudelaire emplea a menudo a lo largo de su obra. Termina este primer cuarteto con una comparación en la que aparece por primera vez el tema de la culpa, aquí sugerido por el “amable remordimiento”: una culpa impura, pues ni siquiera el remordimiento es severo, lo que sugiere ya un pequeño fracaso.

Con una nueva estructura simétricamente divida, la segunda estrofa redunda en la miseria espiritual que el autor detecta en la humanidad, aquí enfatizada mediante la antítesis que opone la entrada alegre por el “camino cenagoso”. Se apunta aquí a la mediocre capacidad crítica de la masa, que transita despreocupada por una superficie inestable. Un camino (la vida) que mancha, y que creemos poder limpiar con lloros que, por viles, contribuyen a esparcir la suciedad.

Los dos siguiente cuartetos giran alrededor de la figura del Diablo, evocado por “Satán Trismegisto”. Un epíteto que posee una enorme carga simbólica, pues proclama la grandeza de este Diablo con una ambigua referencia que tanto puede remitir a la Santísima Trinidad como al personaje padre del hermetismo. Satán es un alquimista capaz de manipular nuestra voluntad y de dirigir al hombre en un descenso hacia el Infierno que a nadie parece desagradar, pues lo repugnante lo “encontramos atractivo”, incluso las opresivas tinieblas que hieden”. Se entiende así que el tercer cuarteto comience con el hipérbaton con el que se enfatiza “la almohada del mal” que la humanidad parece disfrutar con comodidad, antes de continuar con la antítesis ya señalada, que acentúa la paradoja de esta alegre marcha hacia el abismo.

El poema continúa con un símil en el que la imagen del seno juega un ambiguo papel simbólico. De no ser descrito como el “seno martirizado de una vieja ramera”, podría interpretarse de forma sensual o referida a la figura maternal que devuelve al hombre a un estado inicial de pureza casi inconsciente. Sin embargo, el hombre actúa una vez más de forma necia y clandestina, ávidamente respirando “la Muerte a los pulmones”, aquí representada por medio del río (habitual alegoría de la vida). Tras la enumeración inicial del siguiente cuarteto, un compendio de imágenes del mal forma un oxímoron al ser armonizadas con “sus placenteros diseños”, antes de dar pie a una de las claves de la actitud estética de Baudelaire: la falta de osadía de nuestras almas.

Esta osadía espiritual es fundamental para Baudelaire, necesaria para intentar cuanto menos la huida del influjo maligno que rodea la existencia moderna. Un mal que aparece caracterizado a continuación en la imagen de siete animales que simbolizan los siete pecados capitales. Siete “monstruos chillones, aullantes, gruñones, rampantes” que sin embargo no son tan malvados o inmundos como el mal de la modernidad, sigiloso y discreto, pero que “en un bostezo tragaríase el mundo”: culmina así este poema-advertencia con la aparición del tedio, elemento central de la estética de Baudelaire (y como tal, escrito con su inicial en mayúscula, lo que le dota de personalidad) en tanto que fundamenta toda su formulación teórica y vital. Es este angustioso spleen que se extiende por entre la moderna sociedad de la ciudad el que impele a Baudelaire a actuar en busca del ideal.

La desaparición del hombre: El albatros.

En una suerte de paralelismo al de su creación poética, Baudelaire se viste afectadamente, se maquilla, se decora y ornamenta como una mercancía. Su extravagancia es una bofetada al aburrimiento que la reproducción mecánica ha extrapolado a la nueva sociedad hasta convertir al hombre en una cosa; la excentricidad de sus vestimentas, porte y actitud, convierten a Baudelaire en un ser distinguido, diferenciado de la masa anónima: ha nacido así el dandy. Un personaje artificial que se distingue de la masa anónima. Baudelaire, que postula la desaparición del yo personal en los poemas, afirma su propia subjetividad tras una fachada distintiva que no funciona más que por paradójica oposición a la identidad uniforme de la muchedumbre.

El dandysmo es la expresión de un estado personal que, mediante la elaboración de una apariencia refinada y elegante, pretende provocar un sentimiento íntimo de superioridad, triunfo de la diferencia individual sobre la masificación urbana, del aspecto único e intransferible sobre la odiosa repetición, encarnación de la protesta contra la rutina y la trivialidad de la vida burguesa. Así pues, resulta evidente que esta autoafirmación sólo es posible a través de la inmersión en el mar de la gran ciudad, esto es, en la fusión con la masa. Una masa que Baudelaire juzga despreciable desde el punto de vista del dandy, cuya distinción en tanto que artista le impide rebajarse a la mecanización del trabajo: el poeta es un hombre superior, ocioso; su diletantismo absoluto, plasmado en la figura del flâneur, alcanza su máxima expresión en otra de las claves del mundo baudelaireano: el spleen, recurso retórico referido al hastío absoluto, al tedio extremo rayano en la angustia o náusea existencial. En otra de las paradojas del autor francés, este spleen funciona como motor vital del dandy, que estará ocupado perpetuamente por el aburrimiento, vigilante para no distraerse, alerta para poder escapar de cualquier entretenimiento que empañe su distinguida especialización en la desidia.

Frente a la emergente cultura del trabajo y el capitalismo, que condenaba la dilapidación de un tiempo definido en función del principio de productividad, Baudelaire saborea la amargura del tedio que produce la falta total de actividad, luchando contra la abulia que le produce la depresión y consagrando la libre voluntad por encima de cualquier circunstancia. Así lo manifiesta, por ejemplo, en el poema «El reloj»: “Dios espantoso, siniestro e impasible, / Cuyo dedo amenaza, diciéndonos “¡recuerda!”. Baudelaire adelanta así a un sentimiento existencial que el futuro hará lugar común, al percibir que el reloj esconde en realidad “un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire”.

Si el dandy se distingue gracias a la masa, su propia afectación al spleen hace que se aburra a causa de la novedad, que el poeta, en tanto que ser superior, desprecia. Esclavo de una personalidad distinguida superior, su modernidad consiste en estar de vuelta de todo, siempre atento a las novedades que automáticamente reducirá a cosas superadas.

En este sentido, el conocido poema “El albatros” resulta paradigmático de esta ambigüedad con la que Baudelaire denuesta la modernidad que le confiere su propia superioridad sobre la masa.

El poema, perteneciente a Las flores del mal, está ubicado en la primera parte de la obra, Spleen et ideal”, que trata de la lucha entre el tedio y el ideal (en la que vencerá el primero). Su tema principal es la concepción del poeta como alguien distinto, vilipendiado e incluso maltratado, habitante de un mundo superior al que el artista debe renunciar si desea poder relacionarse con el resto de la humanidad. Un desprecio que el ser superior sufre como consecuencia de la diferencia. Pero no olvidemos que esta misma diferencia es proclamada por el mismo artista, quien desde su posición de dandy contempla con hastío la mediocridad que cubre toda realidad mundana, una realidad moralmente inferior que sin embargo necesita más de lo que ella parece necesitar a aquél.

La primera estrofa comienza con una hipérbaton que resalta la palabra “divertirse”, mostrando la banalidad de los móviles de la sociedad (“los marineros”) a la hora de atacar al artista libre (“el albatros”). El poeta se compara con el ave que sobrevuela el mundo, acompañando el viaje de la humanidad desde el cielo, en un estadio ideal imposible de alcanzar para los hombres. Este ser privilegiado vive en soledad, observando desde la altura (lo que apunta al concepto de flâneur que al autor desarrolla posteriormente) y sin compartir los valores de un sociedad que le resulta extraña mientras surca los mares del tiempo (“amarga hondura”), en una sinestesia muy propia del simbolismo, pues relaciona dos conceptos en apariencia poco próximos: la amargura sensitiva y el abismo de la profundidad espacial. Al igual que sucede con el ave, el poeta se siente rechazado y discriminado por la sociedad, y entienden que este rechazo se debe a que ésta no se aprecia su lado espiritual; Baudelaire percibe un materialismo en auge y como poeta, representante de lo espiritual, ve la vida como un amargo abismo mientras la sociedad se distrae en diversiones absurdas.

En la segunda estrofa se habla enteramente del albatros (y, por ende, de los poetas). Vemos aquí cómo estas aves, que en el cielo eran grandes, fuertes y hermosas, se vuelven torpes y vergonzosas al ser sacadas de su hábitat. Esas “grandes alas blancas”, símbolos de la libertad y la creatividad que le servían para mantenerse en vuelo, son un impedimento para su movilidad en la tierra, le estorban. El pájaro se siente, a pesar de su gran tamaño, insignificante y torpe, sin saber cómo actuar. Lo mismo sucede en la sociedad con el poeta, al que su imaginación de poco sirve en su relación con los demás.

Comienza esta estrofa con una metáfora que enfatiza la superioridad del artista (“reyes del azur”). El verbo está elidido, sustituido por una coma, y el mismo verso contiene una antítesis: la expresión “reyes” opuesta a “torpes y avergonzados“. Es la oposición de la nobleza y el poder frente a la bajeza y la humillación sufridas por el poeta arrastrado a la sociedad: los reyes en el cielo se muestran torpes en la tierra.

Las mencionadas “grandes alas blancas” representan la fuerza y pureza de la inmensa inspiración poética. Pero eso tan hermoso degenera en remos inservibles que impiden al albatros moverse fuera de su hábitat. Tanto las alas como los remos son instrumentos para desplazarse, pero ninguno está en el lugar adecuado para cumplir su función: las alas no están en el cielo y los remos no están en el agua, con lo que Baudelaire sugiere que en el mundo material esa inspiración del poeta molesta y es incluso un obstáculo para quien la ostente.

En la tercera estrofa el autor pasa a hablar de un único albatros, haciéndolo de esta forma más cercano, más solitario y terrible en su drama; el dolor individualizado impacta más que el dolor genérico, lo que enfatiza la soledad que el poeta sufre. Además, toda la estrofa es entonada entre signos de exclamación, a modo de lamento, describiendo cómo la sociedad intenta hacer callar al poeta para evitar que exprese libremente lo que siente (“Uno con una pipa le ha chamuscado el pico”). Así, el ave, bello en el cielo, es objeto de burla ahora en un símil de cómo una sociedad industrializada y materialista juzga la espiritualidad lírica.

La cuarta estrofa descubre todos los símbolos expresados en los versos anteriores, estableciendo las correspondencias apuntadas. Así, el “príncipe del cielo” es una metáfora que remite a los “reyes del azur”. Se expresa aquí el vigor del poeta que “huye de las flechas” y “frecuenta el rayo” demostrando su fuerza, osadía y poder, pues el rayo (la tempestad, en el original francés) simboliza la lucha interior mientras que las flechas (el arquero en el original) son el símbolo de la muerte. Cuando está en su mundo, el pájaro es superior y puede darse el gusto de volar libre, sin injerencias de nadie; lo mismo sucede con el poeta. Sin embargo, el conflicto no es únicamente de la sociedad para con el poeta, sino que se da también del poeta hacia la sociedad. Ésta critica, desprecia, discrimina al poeta, pero de la misma forma el poeta, cuando está en su mundo, desprecia a la sociedad y reniega de su materialismo. Y no obstante esta pretendida superioridad, toda su poesía, su inspiración, sus sentimientos y emociones, no le sirven de nada en el mundo en el que se ve forzado a vivir, ya que resulta molesto a la sociedad del mismo modo que las alas del pájaro en la cubierta del barco son inservibles y le hacen blanco fácil de la burla y desprecio de los demás. Así, el último verso sintetiza el tema principal del poema: ni todo el poder lírico del artista (“sus alas de gigante”) le salvan cuando es arrastrado a mezclarse con el hombre-masa, con la sociedad industrializada y sin conciencia.

En conclusión, el poema puede interpretarse como una crítica a la sociedad en la que Baudelaire vivió, ya que la misma lo discrimina y excluye (como, por otra parte, hizo ya con otros poetas románticos). Esta crítica no es directa sino simbólica, a través de la imagen del albatros, poderoso en su ambiente celestial pero ridículamente torpe cuando es atrapado por la tripulación que navega ignorante de la libertad que el cielo ofrece.

El viaje moderno.

En estos poemas se aprecian ya algunas de las aportaciones de Baudelaire al Simbolismo. En primer lugar, el poeta, reaccionando frente a la nostálgica sublimación del Yo de los románticos, renuncia a su personalidad. Baudelaire propone la desaparición del autor a fin de propiciar un lenguaje más puramente significativo, una vez liberado de todo vestigio del artista; un artista que ya no es un ser inspirado por el genio ni un moralista filósofo o político. El artista es un poeta, en una redundancia vacía de contenido pero cargada de sentido que pretende alcanzar el paraíso ideal a través de la poesía. Así pues, Baudelaire propone una salvación lírica que se basa en un nueva concepción del lenguaje poético, mucho más rico y evocativo de lo que hasta entonces había resultado.

En segundo lugar, la naturaleza no sólo no lo seduce ni le provoca ningún tipo de curiosidad sino que además le parece vil y abominable. La espiritualidad está del lado de la cultura ciudadana y de esos paraísos artificiales, cuyo encanto radica justamente en su carácter artificial, de modo que tanto el foco de interés como el radio de acción quedan circunscritos a la gran ciudad. Así, una vez superado el teórico culto al Yo lírico, Baudelaire pasa a la acción para superar el descuido formal del Romanticismo, convirtiéndose en un paciente depurador del verso que consigue expandir el campo de la imaginación hasta límites sin precedentes. Su refinamiento no es inhumanidad, sino instrumento ético de purificación y mejora anímica; la rebeldía es un afán de otro orden más auténtico que el que le rodea.

Por eso el verso de Baudelaire destaca por la adición de una nueva virtualidad estética, y, sobre todo, por la incorporación de un sentido original de la imagen. La base de poesía baudelaireana es la reflexión discursiva, no separada en principio de la prosa. En la mayoría de ocasiones, sus poemas tienen algo de prosa versificada, sin nacer de una fuente inicialmente lírica.

Baudelaire pone una nueva imaginación al servicio de su sentir, sin que llegue a apoderarse de la raíz expresiva y la organización misma del poema: “incrustada” en el molde total de la composición. Esta forma de imaginación consiste en el simbolismo, manifestado en forma de sinestesia o tránsito de unas sensaciones a otras, esto es, el uso de imágenes con un valor más profundo que la metáfora que permita alcanzar un valor en clave metafísica de la realidad.

Para que una imagen alcance valor simbólico, Baudelaire comprende que no hay que sublimarla, elevándola a empíreos ideales, sino al contrario, precisarla y darle exactitud visual, alternando sabiamente los elementos lejanos y exóticos con los cotidianos. Él inaugura un procedimiento moderno consistente en ir a parar a un punto diminuto y conocido, cuando se ha partido de algo grande y emotivo, de modo que se apela a la experiencia más real para vivificar lo que podrá difuminarse en las alturas o en los temblores del corazón.

Su oscilación entre lo sublime y lo diabólico, lo elevado y lo grosero, el ideal y el aburrimiento angustioso (el spleen) responde a un espíritu nuevo, precursor en la percepción de la vida urbana. Percepción que Baudelaire concretiza en su obra a través de las correspondencias, trasvases imaginarios entre los distintos sentidos a los que sus poemas apelan de forma recurrente a lo largo de Las flores del mal. Estas correspondencias vienen a conectar en forma de fugaz reflejo la caótica vida espiritual del hombre-masa al que Baudelaire se opone desde su modernidad.

Una modernidad que el poeta vive en una angustiosa melancolía devastadora que asfixia su alma. No es la manifestación de tristeza por un motivo concreto, sino más bien la enfermedad característica del ocioso sensible y lúcido, el tedio del individuo exento de una obligación laboral sometida a un horario por la necesidad de asegurarse la supervivencia. El spleen es un sentimiento aristocrático que hace que todo se vuelva insípido al tiempo que toda distracción pierde su aliciente. Sin embargo, este hastío vital que el spleen representa se manifiesta sirve a Baudelaire para tomar conciencia de la condición humana, pues es el dolor emocional el que agudiza su lucidez y le permite captar la imposibilidad de ser feliz.

Baudelaire se despoja de su personalidad en pos de la salvación de su espíritu. En este proceso ascético buscará diferentes vías por las que lograr escapar del spleen que ciega al mundo, y su primer intento se dirigirá hacia el sexo. La mujer se le presenta como una herramienta cuyo uso correcto permite discernir un camino hacia Satanás, un descenso alegre que el amor hacia las mujeres puede proporcionar, precisamente a causa de que “la mujer es natural, es decir, abominable”. En Mon Coeur mis à nu Baudelaire define el amor como “la necesidad de salir de uno mismo”, al tiempo que observa admirado a estas mujeres incapaces de separar el alma del cuerpo: “son simplistas como los animales”. El dandy desnudo ante el animal asiste a una comprensión de la muerte, personificada en la unidad de la mujer sin alteridad.

La experiencia con la mujer resulta sin embargo frustrante. El refugio del amor es finalmente insuficiente, cuando no imposible (“Porque ignoro adónde huyes / tú no sabes dónde voy / ¡Oh, tú!, a la que yo hubiera amado16), y Baudelaire recurre entonces al vino y las drogas en su búsqueda de los paraísos artificiales que le salven. Los vicios humanos son para el poeta francés la prueba del anhelo por el infinito y, como Nietzsche proclamara anteriormente, la transgresión de los límites es la única forma de saborear la libertad. Baudelaire canta entonces al vino, al opio y al hachís, sustitutos de la mujer en la personificación de Satanás. Pero ni los paraísos artificiales que estas sustancias ofrecen ni, en su último intento de rebelión, el sadismo y el vampirismo como intentos de redención por la vía maligna, impedirán al poeta sucumbir a este hastío vital perenne.

Fracasado todo intento de rebelión por medio del arte, el amor o la maldad, Baudelaire acepta un último enfrentamiento contra Dios, lucha de carácter marcadamente metafísico y que irremediablemente conduce a la derrota definitiva y definitoria: la liberación final que el artista ha buscado con ahínco por todos los medios. Se expresa así la última contradicción estética de Baudelaire: la única vía de salvación es la muerte, cuyo último verso invoca lo verdaderamente nuevo.

En un poema significativamente extenso y fraccionado, Baudelaire concluye su simbólica búsqueda apelando al concepto del viaje con una composición que recorre gran parte del imaginario del poeta, siempre bajo un manto de inexorable tristeza que, no obstante, finaliza ofreciendo una esperanza efectivamente redentora: la promesa de “encontrar lo nuevo”. Consigue así dotar a la muerte de una ambivalencia clave para toda su teoría: a pesar de marcar el fin de la vida, no implica inmovilidad sino precisamente lo contrario. Es el inicio de lo auténticamente nuevo.

Así, el cierre de Las flores del mal propone un recorrido simbólico por el ciclo vital del hombre, que comienza de forma positiva y esperanzada (“enamorado de mapas y estampas”) con la ilusión del infante que ve su alcance todo el mundo, “a la claridad de las lámparas”.

Sin embargo, pronto este inocencia se transforma en “rencor y amargos deseos” que cada uno tratará de ahogar mediante el amor o la embriaguez, esfuerzos inútiles, toda vez que implican rendirse a los “peligrosos perfumes de la Circe tiránica”. La mujer es presentada así como el personaje homérico, diosa y hechicera que convierte al hombre en bestia. Por si esto no fuera suficiente, Baudelaire recuerda que el paso del tiempo, aquí simbolizados por el hielo y los soles, acaban por eliminar cualquier recuerdo de este amor. Es por ello que el auténtico hombre (“el verdadero viajero”) resulta ser el que no tiene miedo al destino final (“De su fatalidad jamás ellos se apartan”) y aun ignorante de los motivos, se muestra siempre dispuesto a avanzar y soñar con todo lo que el espíritu humano nunca ha sido capaz de experimentar.

A lo largo de este simbólico repaso al ciclo continuo de la humanidad, Baudelaire subraya su teoría estética de afirmación vitalista. Ser absolutamente moderno implica que todo lo demás es en comparación viejo, obsoleto, superado. Por eso las novedades producidas por la reciente revolución económica y social (aquí evocadas como “Eldorado prometido por el Destino”), producidas por un hombre alienado (“marinero borracho, inventor de Américas”), no son más que riquezas ilusorias e imponderables, “joyas hechas de éter”. Y ello a pesar del intento de autoengaño que el hombre lleva a cabo, que le lleva a tomar por un lugar histórico (“Capua”) cualquier “tugurio”.

Se insiste, en definitiva, en el hastío que ni las olas y astros vistos pueden evitar. “El esplendor del sol sobre el mar violáceo” y el de “las ciudades en el sol poniente” no ocultan la inquietud y el deseo por sumergirse más allá, pues ni “las más ricas ciudades, los más amplios paisajes / contenían jamás el atractivo misterioso / de aquellos que el azar forma con las nubes”.

El poema continua con una suerte de diálogo en el que se constata la absoluta insuficiencia de todos los aspectos de la vida terrenal, repasando desde los más bajos instintos (el orgullo, la vil esclavitud, la lascivia, el gozo del verdugo o el llanto del mártir) hasta las religiones que prometen el cielo y su Santidad “como en un lecho de plumas donde un refinado se revuelca”. Sólo el artista, como “los menos necios, atrevidos amantes de la Demencia”, huye del gran rebaño para engañar al Tiempo, ese “enemigo vigilante y funesto” que nos ata al presente de un mundo “monótono y pequeño.

Los últimos dos cuartetos concluyen el poema y, simbólicamente, toda la teoría estética baudelaireana. Así, tras reiterar el hastío de este mundo, el poeta loa y suplica a la Muerte, cuya presencia hace radiar los corazones. Baudelaire demanda su “veneno para que nos reconforte” y, en la proximidad del éxtasis (“tanto este fuego nos quema el cerebro”) conseguirá la superación de la dicotomía bien-mal (“Infierno o cielo, ¿qué importa?”) al llegar al fondo de lo Desconocido, donde encontrará lo nuevo, última palabra de Las flores del mal que es significativamente enfatizada en cursiva en el original.

Conclusión.

La imposibilidad del proyecto está presente en toda la obra de Baudelaire, si bien cabe afirmar que es al mismo tiempo base fundamental y necesaria de su teoría estética: el mayor fracaso de cualquier vida es la muerte, pero ésta aparece como la única forma de alcanzar la altura que libere del mundo. En sus intentos de construcción de un nuevo mundo exploró Baudelaire todos sus sentidos, con especial incidencia en el olfato. En Las flores del mal se recurre continuamente a la evocación de aromas que se expanden con infinitos matices, caracterizando tanto mujeres como lugares; una sugerencia que vendría a simbolizar la identificación del poeta con los más íntimo, con la esencia definitoria del mundo. A diferencia de la pintura o la fotografía, la reminiscencia del olor posibilita una reconstrucción del pasado sin un marco que la limite. No obstante, esta forma de evocación presenta el inconveniente de su fugacidad irremediable; así, la imposibilidad de aprehender esta esencia de forma permanente simboliza la frustración que Baudelaire asume. Una continua decepción instrumentalizada en otra de sus paradojas necesarias: la búsqueda de un estadio superior del espíritu poético pasa por la muerte, paradigma de la caída eterna en la vacuidad.

Al comparar la obra completa de Baudelaire, es posible identificar una unidad de pensamiento manifiesta tanto en su poesía como en su prosa y crítica. De hecho, esta uniformidad sugiere una declaración implícita de la esencial unidad de todas las artes. Así, si las correspondencias hacían posible que escribiera un libro y no una colección de poemas, las mismas le permitían enjuiciar la pintura y la música como si se tratase de poemas. La estética de Baudelaire se torna así una estética del arte absoluto, en la que Wagner, Poe o Delacroix representan al artista moderno que vive la odisea teórica de Baudelaire, un artista al que concibe como guía espiritual del nuevo mundo.

Pero esta estética teórica que constantemente remite a la valoración moral, a la dicotomía del bien y el mal, escapa a la formulación de “el arte por el arte” y adquiere una proyección social que advierte del giro ideológico que la modernidad impone. Los escritos de Baudelaire revelan la condición de la naturaleza humana que, alienada entre instancias contrapuestas, indefectiblemente se convierte en agudo desgarramiento: “Existen en todo hombre, y a todas horas, dos postulaciones simultáneas: una hacia Dios y otra hacia Satán. La invocación a Dios, o espiritualidad, es un deseo de ascender de grado; la de Satán, o animalidad, es un gozo de rebajarse”. Preso de la cruel antítesis, el hombre queda confinado a un doloroso letargo que acaba por inmovilizarlo. Esta tensión de la complejidad del alma humana emerge en toda su obra como producto de su experiencia personal, azotada por el irresistible poder del mal que toma forma en los placeres efímeros que atenazan su voluntad: es un juego de fortalezas y debilidades, de sumisiones y rebeldías, de excesos que provocan enfermedades, de placeres que se tornan en castigos.

Baudelaire ve la monstruosa emergencia de la modernidad perfectamente condensada en la metrópolis, allí donde el hombre debe reprimir sus instintos para flotar de forma anónima, sin posibilidad de parentesco o cercanía sentimental. El progreso técnico sirve de vendaje práctico para impedir la constatación del desarraigo y permitir la continuidad del intercambio económico, ahora en pleno auge. La ciudad es el lugar perfecto para esta nuevo sistema en el que todo tiene un valor mercantil intercambiable; así se consigue una perpetua ocupación vital circulante que posibilita la convivencia masificada. El habitante de la metrópolis moderna forma parte de una continua y vertiginosa sucesión de acontecimientos que termina por hacer mecánico el ocio y rutinaria la miseria, de forma que acaba finalmente refugiado en la indiferencia. Una indiferencia que, generalizada, se equipara a la libertad y aniquila cualquier intento de crítica.

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