Tema 2. La lírica del amor: EL Petrarquismo. Orígenes: La poesía trovadoresca y el Dolce Stil Nuovo. La innovación de El Cancionero de Petrarca.


Tema 2. La lírica del amor: EL Petrarquismo. Orígenes: La poesía trovadoresca y el Dolce Stil Nuovo. La innovación de El Cancionero de Petrarca.

 

LA LÍRICA ANTERIOR A PETRARCA

 

LA POESÍA TROVADORESCA

 

Casi a la vez que se escribía el Cantar de Roldán , obra cumbre de la ÉPICA ROMÁNICA  (como veremos en el segundo tema), sur­ge lo que podríamos denominar un movimiento poético, el de los trovadores, de características totalmente opues­tas a las de la épica. En reiteradas ocasiones se ha señalado que el amor no tenía sitio en los cantares de gesta y se ha llegado a afirmar que el amor es una invención del siglo XII.

 

Por lo que respecta al segundo aserto, el amor como invención del siglo XII, convendría recordar que los tro­vadores han hecho de una cuestión de carácter sexual, con predominio del elemento masculino, un concepto en el que la mujer ocupa el primer plano.

 

La  aparición, alrededor del año 1100,  de la poesía trovadoresca en una amplia zona del sur de Francia  supuso, pues, una ruptura con moldes literarios y sociales anteriores y contemporáneos. Que el primer trovador del que tenemos noticia sea Guilhem de Peitieu, duque de Aquitania y conde de Poitiers, nos orienta hacia un nuevo centro creador e impulsor de la cultura: la corte, no el monasterio; a una nueva lengua como vehículo de producciones literarias de alta exigencia artística: la lengua vulgar, no el latín; y un nuevo tipo de escritor: el señor, el noble, que querrá distinguirse no sólo por su comportamiento con las armas sino por su tarea intelectual: el caballero, el guerrero, se convertirá en trovador.

Alfonso Il de Aragón querrá ser llamado «lo reis que trobet», y el trovador profesional, declarado «doctor en trovar» por Alfonso X, estará protegido por las cortes, adscrito en nómina, como Cerverí de Girona o Paulet de Marselha; será armado caballero por sus méritos trovadorescos, como Raimbaut de Vaqueiras; nombrado embajador, como Peire Vidal; o se atreverá, como Marcabrú, a enfrentarse a la corte para presentar, con un lenguaje crudo y realista, el programa más idealista del mundo: reformar la sociedad.

 

El préstamo de las mejores tradiciones literarias anteriores se manifestará en una explosión de géneros y en una gran diversidad de esquemas métricos.

 

 

 

Cansó: amor y feudalismo

 

La cansó es el género más conocido de la poesía tro­vadoresca, pues a través de la canción se difundieron los conceptos amorosos de los trovadores. Es fundamental que la cansó tenga música propia: ello hace que sea relativamente difícil de componer y que algunos autores tarden -en ocasiones- casi un mes.

Una de las características de la cansó es el especial concepto del amor que refleja: el amor cortés o fin' amors, como se ha llamado, es uno de los hallazgos más importantes de las trovadores: frente al desprecio ha­bitual que se mostraba hacia la mujer, los trovadores van a considerarla como algo muy superior, como su se­ñor feudal. La originalidad consiste, además, en que a lo largo de la poesía de los trovadores se establecerá un paralelismo entre la relación vasallo-señor feudal y ena­morado (trovador)-dama; este paralelismo es total y para entenderlo en su exacto valor debemos hacer un breve paréntesis para referirnos al feudalismo.

El feudalismo es el «conjunto de lazos personales que unen en una jerarquía a los miembros de las clases do­minantes» . El señor concede un feudo o beneficio a su vasallo (hom), que se ha comprometido a prestar de­terminados servicios al señor y, a la vez, le ha prometi­do fidelidad. Entre vasallo y señor existe, pues, un con­trato de vasallaje: este contrato constaba de una serie de actos que se realizaban por ambas partes para llevar a cabo la encomienda. El primero de los actos es el home­naje, que consta de dos partes: la immixtio manuum (el señor toma entre sus manos las del vasallo) y el volo (declaración verbal de deseo) . La más representativa de estas dos partes es la primera. A continuación se pro­nunciaba un juramento de fidelidad. En tercer lugar, era muy frecuente que los dos actos anteriores se acompaña­ran con el osculum («beso»). El feudalismo clásico se limita a los siglos X a XIII y se extiende -con ligeros matices- por Francia, Inglaterra y el occidente alemán.

El empleo del léxico feudal en las relaciones entre el poeta y la dama es constante: podemos aducir cantidad de ejemplos; quizá el de más trascendencia se da en la designación de la dama como midons («mi señor»); por no insistir en el interés de todo trovador en que la dama le tome las manos y le dé el beso, mediante el cual pa­sará a ser su vasallo, es decir, a tener una relación per­sonal; e inmediatamente se comprende que servir sea sinónimo de amar ... Desde el primer trovador, el «yo» de la canción es «yo» masculino que reflexiona sobre su estado de ánimo, su amor hacia una mujer a la que llamará también domna, palabra que procede de Domina, la esposa del Dominus, el señor, y a la que considera superior a él. Para expresar sus sentimientos, el lenguaje de la relación vasallática se hará, naturalmente, metáfora de su relación amorosa. Así pues, un lenguaje originariamente técnico, con expresiones, símbolos y gestos que encontramos en documentos jurídicos y en aspectos de la vida y el mundo feudal, va apareciendo, sin que nunca parezcan forzados, en canciones que tratan del amor.

 

 

 Este ritual del lenguaje culmina con la masculinización de la dama a la que a veces se la llamará midons (meus dominus) y en otras se encubrirá bajo ”senhals” masculinos: Mon compainier, Bel Cavalier, Mon Escuder; son seudónimos, epítetos afectivos o contraseñas, que, sin embargo, identificada en la realidad, sólo la escondía la ficción poética.

 

En efecto, aunque por lo general, se suele considerar la poesía de los trovadores como un canto platónico a la dama querida,  son tan abundantes las excepciones, que no se puede aventurar tal principio. Los mismos poe­tas dan muestras, con frecuencia, de los distintos avances que han experimentado en el terreno amo­roso; en este sentido, debemos observar que el análisis que se hace de la pasión amorosa en los versos de los trovadores lleva a establecer distintos grados y que serían (según un autor anónimo de mediados del siglo XIII): fenhedor, cuando el enamorado no se ha atrevido a manifestar sus sentimientos; pregador, si le ha expre­sado a la dama su amor; entendedor: la dama le acoge con buena cara, le hace caso y premia al enamorado con sonrisas y diversas prendas; drutz, si «lo acoge bajo sus mantas». En definitiva, estos cuatro grados correspon­den a los cinco estados que señalan los tratadistas la­tinomedievales al hablar del amor, pues -según indi­can- la pasión amorosa evoluciona siguiendo siempre unas pautas definidas, que comienzan con el visus («contemplación»), alloquium («conversación»), contac­tus («caricias»), basia («besos»), factum (en provenzal, fach, «acto»); por último, se ha señalado que en algunos casos el fach no llega a realizarse y se limita a ser un assai o assag («ensayo, prueba»), relación incompleta que se halla documentada en abundantísimos testimonios li­terarios .

Por otra parte, existe total incompatibilidad entre amor y matrimonio, ya que sólo la dama casada tiene entidad jurídica en la Edad Media: la doncella no pue­de poseer vasallos y, por lo tanto, tampoco enamorados, según la concepción del amor cortés. Este principio hace que las relaciones entre trovador y dama tengan que ser lo más secretas posibles, pues en caso contrario se com­promete algo más que el honor de la dama, la vida del poeta: abundan los ejemplos.

El trovador recurre a un pseudónimo (llamado se­nhal) para esconder a la persona amada; lo más frecuen­te es que la misma dama lleve siempre el mismo senhal. Es necesario indicar, no obstante, que a veces este pseu­dónimo puede aplicarse a personajes de sexo masculino.

Por su parte, el marido a veces no tolera la actitud del trovador con respecto a la dama; entonces, se hace gilos («celoso») y presta oídos a los lausengiers («adu­ladores» o «envidiosos»), que no dudan en acusar a los enamorados con tal de obtener los favores del señor, que castigará cruelmente a los amantes.

 

ALGUNAS REGLAS DEL AMOR CORTÉS

 

1. El pretexto del matrimonio no es una excusa vá­lida contra el amor.

2. Quien no es celoso no puede amar.

3. Nadie puede tener dos amores a la vez.

4. No conviene amar a una dama a la que uno se avergonzaría de desposar..

5. El amor rara vez dura cuando se divulga de­masiado.

6. Una conquista fácil quita al amor su validez; una conquista difícil, lo acrecienta.

7. Todo amante debe palidecer en presencia de su amada.

8. A la vista súbita de su amada, el corazón del amante debe estremecerse.

9. Sólo los merecimientos nos hacen dignos de amar.

10. El enamorado siempre es tímido.

11. Los celos verdaderos siempre acrecientan el amor.

12. El verdadero amante no halla nada bueno en lo que a su amada no le place.

13. Ni come ni duerme aquel a quien carcome una pasión de amor.

14. Nada impide a una mujer que sea amada por dos hombres, ni a un hombre ser amado por dos mujeres.

 

Todos estos mensajes, en los que «[...] er totz mesclat d'amor e de joi e de joven» («[...] estará mezclado amor, alegría y juventud», Guilhem de Peitieu), quedan patentes en la actividad de casi 400 trovadores, autores de unas 2.500 poesías durante dos  siglos.

 También desde finales del siglo XII trovadores provenzales acudieron a las cortes del norte de Italia y trovadores oriundos de aquellas regiones, como Sordel, Bertolomé Zorzi o Lanfranc Cigala versificaron en provenzal. A mediados del siglo XIII, siendo rey de Sicilia Federico II Hohenstaufen, aparece la primera escuela poética culta en lengua vulgar italiana, la Escuela Siciliana o sículo‑toscana de la Magna Curia. En la corte de dicho monarca, el mismo rey, su hijo, y muchos de sus funcionarios, caballeros, notarios, jueces o historiadores, fueron, además, poetas.

La poesía de la corte siciliana de Federico II fue enseguida recibida y aceptada en el continente italiano en un ambiente no de corte sino urbano y universitario, por lo tanto más libre e inquieto , con un italiano culto, y abandonando la música, por lo que la métrica adquirirá una total relevancia: es el momento de la creación del soneto. En este ambiente surgió la renovación poética del “Dolce stil novo”.

 

 

 

EL DOLCE STIL NOVO

 

En la Florencia comunal de la segunda mitad del siglo XIII, en una ciudad que sufre continuas luchas internas, que tendrán su punto álgido el final de siglo, en una ciudad abierta a los diferentes movimientos culturales y literarios que se están fraguando en la Italia central y meridional desde los años del imperio de Federico II, nacerá este movimiento poético, cuyo nombre se lo puso Dante en unos versos del “Purgatorio” de la Divina Comedia.

 

Dulce y nuevo estilo pueden entenderse como sus características más sobresalientes: “dulce” por el extremado cuidado que los poetas estilnovistas ponen en la forma y el léxico utilizado en sus composiciones, en las que la musicalidad se debe conseguir sólo con el sonido de las apalabras ( la música se había desligado de la poesía desde la escuela siciliana); “nuevo” no sólo por el cambio de estilo, sino también por un cambio de materia: se habla de amor, pero de un amor interiorizado, en donde el poeta es sólo el transcriptor de lo que el Amor dicta al corazón del enamorado; se está sublimando ese amor cortés trovadoresco, lejos ya de las cortes feudales que le dio su razón de ser, y todos ellos tienen la seguridad de formar parte de un estilo aristocrático, elitista dentro de la sociedad del “comune”.

 

 Dice Dante, en la segunda cantiga de la Comedia, que, acompañado por las almas de Virgilio y Estacio, encontró en la cornisa sexta del Purgatorio a la del poeta Bonagiunta Orbicciani, con la que cambió unas frases que se cuentan entre los pasajes discutidos del libro. Lo que más interesa de ellas suena así:

 

Mas dime si estoy viendo al contemplarte

al que hizo nuevas rimas comenzando:

 «Damas que del amor sabéis el arte».

 Le contesté: «Yo soy uno que, cuando

 Amor me inspira, escribo, y el acento

que dicta dentro voy significando».

“¡Ay!», me dijo, «ya sé qué impedimento

al Notario, a Guitón y a mí ha vedado

el dulce estilo nuevo que ahora siento.

 Veo que vuestras plumas el dictado

 siguen del dictador sin desviarse,

cosa que con las nuestras no ha pasado;

y aquel quien algo más quiera fijarse

no ve lo que hay del uno al otro estilo».  (Purgatorio, XXIV, 49‑62)

 

Por primera vez, la poesía de Dante y los poetas de su círculo es definida, por boca de Bonagiunta, como dulce estilo nuevo, y contrapuesta, tanto a la de la escuela siciliana, representada aquí por el Notario, es decir, por Giacomo da Lentini, como a la poesía cortés toscana, referida a Guittone d'Arezzo y al mismo Bonagiunta.

 

Los tres personajes principales de la poesía estilnovista son Amor, la mujer y el poeta. Los estilnovistas entienden que el amor reside en todo corazón gentil y que la gentileza es nobleza de espíritu (superior, pues, a la de la sangre). La bella donna, la mujer, es quien hace brotar en el hombre la gentileza, esto es, el amor, que antes estaba en él sólo en potencia. Y la mujer es una criatura semidivina, cuya misión es derramar la salvación y cuyos ojos infunden paz y amor, sembrando en el corazón del amante la nostalgia del paraíso.

Así pues, en el pensamiento de Dante sobre el Dolce stil novo hay un factor Místico y, por tanto, no sólo hay que pensar en la vuelta a la sinceridad sentimental como base de la «novedad» de la Escuela, sino que también hay que considerar una indudable concepción metafísica del amor: el amor se convierte en una virtud que se identifica con la nobleza del espíritu, a la vez que la dama y su belleza son hitos necesarios en el camino de perfección que lleva a Dios y a la felicidad eterna.

 Aunque pertenecientes a una misma escuela poética no hay entre los stilnovisti una inspiración uniforme. Advertimos ecos evidentes de los trovadores provenzales y un gusto por el nivel popular en el cultivo de géneros menores, pero abandonan la actitud de vasallaje ante la dama y el poema está desvinculado de la melodía. Hay una característica específica de escuela en la fijación de algunas formas estróficas: la utilización del verso endecasílabo, la canzone, que constará de estrofas o stanze cuatripartitas y, sobre todo, la «invención» del soneto. El boloñés Guido Guinizzelli con su canción «Al cor gentil rempaira sempre amore» lanza, un manifiesto poético innovador. La nobleza no procede del linaje sino de las virtudes del corazón y, por tanto, sólo es noble el que tiene el «cor gentil»; y es allí donde se aposenta el amor. La bella donna es la que suscita en el hombre esta naturaleza y, como si fuera un ángel, es intermediaria entre Dios y el hombre:

 

DANTE Y LA DIVINA COMEDIA

 

Desde los tiempos más lejanos de la antigüedad latina, ningún poeta había emprendido una tarea de tal envergadura y ambición como la de Dante al componer su magno poema, que pretendía ser una summa completa del saber de su tiempo. Dante trabajó en su poema los quince últimos años de su vida, en la época de su exilio, aunque existan testimonios inciertos de que los primeros cantos los escribiera aún en Florencia. El adjetivo de Divina no le fue conferido hasta tardías ediciones del siglo XVI.

 

Como es bien sabido la obra refiere un viaje del poeta por las tres regiones de ultratumba de la escatología cristiana: infierno, purgatorio y paraíso, a los que el poeta dedica las tres partes de su poema llamadas Cantigas, divididas en treinta y tres cantos cada una, más uno introductorio, lo que da un total de cien cantos. Cada canto consta de un número que oscila entre los 115 y los 154 versos endecasílabos, agrupados en tercetos encadenados. El número total de versos es de 14.333.

 

 

 

ARGUMENTO DE LA COMEDIA

 

Infierno

El arranque de este viaje dantesco tiene lugar «nel mezzo del camin di nostra vita», es decir cuando el poeta supone tener treinta y cinco años, o sea, en 1300, año en que tuvo lugar un gran jubileo en Roma. En el canto de introducción, elaborado, como el resto de toda la obra, mediante una compleja imagen alegórica, el propio autor se encuentra extraviado en una selva oscura, por haber perdido la senda verdadera. En su extravío divisa a lo lejos un monte y, al encaminarse a él, encuentra interrumpido su camino por una pantera, una loba y un león que representan la triple alegoría de la lujuria, la codicia y la soberbia: aterrado el poeta retrocede, cuando se presenta ante él Virgilio, que le comunica haber sido enviado para que le devuelva a su recto camino, pasando por las regiones del Infierno y el Purgatorio bajo su guía, y por el Cielo con la ayuda de un alma más digna ‑Beatriz misma‑ dada su condición de pagano, relegado a estar eternamente en el limbo, privado de la auténtica  visión de la divinidad.

Con la guía del poeta latino Dante, atravesando la puerta en la que está escrito la famosa advertencia «Lasciate ogni speranza voi ch’entrate» («Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza»), emprende su ruta por las regiones infernales, concebidas como un enorme embudo dividido en distintos círculos que es necesario ir bajando, hasta llegar al centro de la Tierra, donde se encuentra el mismo Lucifer.

Después de atravesar el primer círculo, el del limbo donde los viajeros se encuentran con los más célebres poetas de la antigüedad, comienzan el descenso por el Infierno. El ordenamiento de los condenados es fiel a la escala de Aristóteles: incontinencia, bestialidad y malicia. A los pecadores por incontinencia corresponden los cuatro siguientes círculos. El segundo corresponde a los lujuriosos, donde tiene lugar el encuentro con los desventurados amantes Paolo y Francesca, arrebatados por un huracán incesante; en el tercero, los glotones: en el cuarto, los avaros y los pródigos, en el quinto, en el que atraviesan la fangosa laguna Estigia, los coléricos.

Ahora es necesario atravesar las murallas de una ciudad infernal ‑Dite‑ donde se castiga a los herejes y a los violentos. El círculo de los violentos se subdivide, a su vez, en varios recintos, donde se castiga la violencia contra el prójimo en un río de sangre; contra sí mismos ‑es decir, a los suicidas- convertidos en árboles, y a los violentos contra Dios o contra la naturaleza –homosexuales.

De aquí los peregrinos saltan, a lomos de Gerión ‑un monstruo volador‑, hasta el círculo octavo o de Malasbolsas, donde, en diferentes espacios, son atormentados todo tipo de falsarios y fraudulentos: adivinos y magos, simoníacos (es decir, los que comercian con los asuntos eclesiásticos), ladrones, malos consejeros, aduladores, discordiadores, etc. Tiene lugar aquí el divertido episodio del encuentro con un grupo de grotescos demonios: los Malasgarras, que supone un intermedio humorístico en medio de los horrores infernales.

El último círculo del Infierno es el reservado a los traidores: aquí, sumergido en un lago helado, Dante se encuentra con el conde Ugolino, que le narra la horrenda historia de su muerte por hambre en compañía de sus hijos, encerrado en una torre de Pisa, y finalmente, como ya hemos dicho, a Lucifer, traidor a Dios, con los otros dos grandes traidores de la historia: Judas, traidor a Cristo, y Bruto, traidor a César ‑el poder divino y el temporal, respectivamente‑.

A medida que se produce el descenso Dante ha inventado torturas, espacios, monstruos, apariciones de todo tipo, mezclando personajes tomados de la antigüedad grecolatina con otros del pasado reciente o inmediato de la Italia de su época: personajes notorios como Federico II, o apenas conocidos, como Gianni Schichi; reales o mitológicos; unos apenas mencionados y otros que hablan con el poeta, extrañándose de su visita, y contándole las causas de su condena, entre éstos: Francesca ‑lujuria‑; Bruneto Latino ‑homosexualidad‑;  Farinata‑herejía‑; Guido de Montefeltro‑mal consejero‑; Ulises ‑ladrón‑; el suicida Pier de la Vigna, o el citado Ugolino, son algunos de sus más destacados e inolvidables interlocutores. De igual manera Dante introduce en su Infierno cristiano elementos que proceden de la mitología grecolatina: Minos, las arpías, Caronte, los centauros, Cancerbero, los Gigantes, que sirven de guardianes a los círculos.

 

Purgatorio

 

Atravesada la Tierra desde su centro hasta el polo opuesto. Dante y Virgilio llegan a la montaña del Purgatorio, que según la cosmología de la Comedia ocupa las antípodas del Calvario y se alza en una isla en medio del océano que ocupa todo el hemisferio Austral. En la playa Dante se encuentra con Catón, romano célebre por sus virtudes, y asiste a la llegada de almas de muertos recientes. Las estribaciones de la montaña están ocupadas por el antepurgatorio, donde son colocados aquellos que se arrepintieron tardíamente, por una u otra razón. Un ángel guarda la entrada del Purgatorio propiamente dicho y escribe siete letras «p» en la frente del poeta, como alegoría de los siete pecados capitales.

Porque, en efecto, en cada repecho de la montaña se purga un pecado capital y se ofrecen modelos de la virtud contraria tomados de la antigüedad grecolatina o de la Biblia, y siempre uno referido a María, como suma de todas las virtudes. Al pasar de una a otra cornisa otro ángel guardián borra una de las letras de la frente de Dante, simbolizando el proceso de purificación ascética, y la subida se hace cada vez más ligera, a medida que se van acercando hasta la cumbre, en la cual se haya el Paraíso terrenal.

Es éste el momento en que Virgilio abandona al poeta y le deja a solas con su amada. Ahora, purificado y arrepentido de sus pecados, guiado por Beatriz, que representa la ciencia teológica y cristiana, frente a Virgilio que representaba la razón y la sabiduría pagana, está ya en condiciones de remontarse al cielo:

 

puro y dispuesto a alzarme a las estrellas.

 

 

Paraíso

 

Según la antigua concepción cosmológica geocéntrica la Tierra, como depósito de todo lo material y corruptible, ocupa el centro del universo, rodeada de las nueve esferas, regidas por cada uno de los planetas, hasta entonces conocidos, más la  Luna, el Sol y las estrellas fijas, y  un círculo final o Empíreo, sede suprema de los bienaventurados.

En compañía de Beatriz, que le guía y alecciona en las verdades de la teología, Dante va subiendo de una en otra esfera, movidas por cada una de las jerarquías angélicas, y encontrando en ellas a Personajes relacionados con los influjos astrológicos de dichos planetas: así en el cielo de Ia Luna encuentra, aún algo perceptibles, a aquellos que a la fuerza faltaron a sus votos; en el de Mercurio ,a los que obraron para conquistar fama, entre ellos el emperador Justiniano, que da cuenta a Dante de la historia del Imperio romano; en el de Venus a los que estuvieron sujetos al influjo del amor; en el cielo del Sol aparecen los espíritus sabios, entre los que destacan el dominico Tomás de Aquino, que entona la alabanza de San Francisco, y el franciscano Buenaventura, que elogia a Santo Domingo, para simbolizar así la hermandad de estas dos poderosas órdenes rivales.

En el cielo de Marte, el quinto, se presentan aquellos que lucharon por la fe, entre ellos el antepasado Cacciaguida, en forma de luces que componen una cruz; en el cielo de Júpiter se encuentran las almas de los hombres justos que vuelan formando una escritura y luego un águila; el séptimo cielo, de Saturno, alberga a los espíritus contemplativos, entre ellos San Benito, que narra la historia de la orden benedictina.

En el cielo de las estrellas, y tras una aparición del triunfo de Cristo y de María, el poeta es examinado por tres apóstoles acerca de las virtudes teologales, y a su vez interroga a Adán sobre ciertas dudas; el noveno cielo está formado por nueve esferas en las que Dios se muestra como un punto luminoso. Dante alcanza finalmente la esfera del Empíreo, o sede común de los ángeles y los santos en forma de rosa. Allí, tras mirar por última vez a Beatriz, que le abandona para ocupar su lugar en el coro de los santos:

 

 Y aquella tan lejana

como la vi, me sonrió mirándome;

luego volvió hacia la fuente incesante.

 

Escucha una última explicación de San Bernardo, el gran cantor de la Virgen María, acerca de la estructura del Paraíso. Finalmente el poeta contempla una visión inefable de la Trinidad, con la cual termina su viaje.

 

 

El  valor de la Comedia

 

Nos encontramos, en primer lugar, con el relato de un viaje iniciático ‑por alegórico que éste sea‑ lleno de incidentes y peripecias, en las que Dante vierte toda su fantasía y capacidad de fabulación, desde los parajes más lóbregos hasta los más resplandecientes.

Al filo de este viaje el autor nos va ofreciendo una síntesis de la sabiduría pagana y de la sabiduría cristiana ‑si bien para ello tenga que ejercer cierta violencia cristianizadora sobre el mundo latino‑, y una profunda reflexión sobre el misterio de la redención.

De igual manera la obra constituye un fresco vastísimo de la vida política del pasado reciente y una visión amarga del presente italiano.

Pero más allá de todo esto, la Comedia da cuenta de toda una complejísima gama de sentimientos humanos: en sus tratos con su guía Virgilio, en los sucesivos encuentros con figuras de condenados, de los que esperan la salvación, o los bienaventurados, Dante va ofreciendo un completo y matizado registro psicológico, que abarca desde el odio hasta la vergüenza, desde la gratitud a la ternura, desde la admiración a la camaradería: los habitantes del más allá han sido seres humanos y arrastran su humanidad después de muertos; es esta vibración humana, lo que hay de terrestre en los reinos de ultratumba, lo que nos emociona y nos admira.

 

PETRARCA Y EL PETRARQUISMO

 

NO EXISTE EN LA HISTORIA de la poesía amorosa occidental una obra de tan extraordinaria influencia como la ejercida por las Rimas del italiano Francesco Petrarca (1304‑1374). Se trata de un extenso conjunto de composiciones poéticas ‑sonetos en su mayor parte‑, elaborado a lo largo de más de treinta años y ordenado por el propio autor en forma de Cancionero, nombre con el que también se suele conocer la obra. Se presenta ésta ante el lector como reflejo literario de un proceso amoroso inspirado por una mujer, Laura, a quien verá por primera vez el 6 de abril de 1327, en la iglesia de Santa Clara de Aviñón, y que se convertirá desde entonces en el centro de su poesía lírica. La muerte de la dama sirve de línea divisoria a las dos secciones en que aparecen agrupados los poemas: in vita e in morte di Madonna Laura.

 El Cancionero consta de 366 poemas -lo que algunos han puesto en relación con un vasto ciclo anual-, de ellos 317 sonetos, 26 canciones, 9 sextinas, 7 baladas y 4 madrigales, y aunque entre estas compo­siciones aparecen algunas de tema político, dedicatorio o religioso, la mayor parte de ellas están dirigidas a su amada Laura, dividiendo el conjunto final en un sone­to prólogo y dos ciclos: «in vita» -hasta el poema CCLXIII- e «in morte», finalizando con una canción a la Virgen María. Petrarca quiso dar a su obra un sentido cerradamente unitario, algo completamente inusual en la poesía de la época, y aparte del valor de cada pieza por sí sola, es la integración en un vasto conjunto lo que confiere su pleno sentido a las partes.

Aparte de la división general de la obra, se pueden señalar diversos ciclos internos:

La primera sección -hasta la rima LX- contiene la obra más juvenil del autor, aún dominado por la influencia stilnovista, y donde ya comienza a desarro­llarse el tema de las quejas amorosas. (SONETO XVII)

La segunda sección desarrolla el mito de Laura. En efecto, se llamase así realmente o no, Petrarca hizo del nombre que da a su amada un verdadero emblema de largo alcance en el Cancionero. Laura es asociada al laurel, árbol siempre verde, emblema a su vez de la gloria, y planta en la que había sido convertida la esquiva Dafne, amada por Apolo, lo que proporciona al poeta numerosas asocia­ciones simbólicas. Laura es también «L'aura», el aura, la brisa, que representa el espíritu vivificador, y a veces se asocia igualmente con el adjetivo áurea, es decir, dorada. Laura es también comparada con el Fénix, pero, en los momentos de mayor desesperación, también con figu­ras destructivas como las sirenas, Medusa o la propia Eva. Aunque el deseo carnal no esté ausente por com­pleto, Petrarca lo somete a un complejo proceso de sublimación o enmascaramiento, la mujer deseada termina convirtiéndose en un objeto de culto y veneración. (SONETOS C,CVII)

Una tercera sección puede llamarse de la alabanza y la maravilla. Laura es cantada tanto por su belleza como por su virtud, pero preferentemente por la primera. El poeta destaca fundamentalmente la blancura de la piel y el dorado del cabello, la presencia obsesiva de los ojos y la mirada, la alabanza de su voz, de su risa, y de sus ademanes y movimientos, sin olvidar la presencia de sus vestidos; la amada es presentada moviéndose por un ámbito de naturaleza abierta, donde se combi­nan convencionalismos y observaciones directas del paisaje; suavidad, dulzura, gentileza, recato, honesti­dad, son las virtudes alabadas una y otra vez, pero junto a ellas la altivez y el desprecio, que la convierten en una enemiga.(CLVII,CLIX)

El poeta sabe, además, que su amor, aun espiritual e inocente, es todavía demasiado humano, y le aparta del verdadero y único amor divino; Laura, viva de cuerpo, es aún demasiado tentadora. Esta doble tensión hace debatirse al amante en una perpetua contradicción entre la razón y el deseo, el tormento y la dicha, la pasión y la castidad, la alabanza y el llanto, la desespe­ración y la esperanza, el miedo y el atrevimiento, expresadas en continuas metáforas: el freno y la espue­la, el hielo y el fuego, a veces entremezclados en hielo que quema o fuego que hiela, y, en resumen, en un característico sentimiento «dolce amaro». (CLXXVIII)

La última sección de esta primera parte se conoce con el nombre de «sonetos del presentimiento», donde parece anunciarse la muerte de Laura. (CCXLIX)

En la segunda parte, «in morte», alcanza Petrarca la más alta cima de su genio artístico. Muerta su amada, su cuerpo depositado en tierra se convierte en una imagen obsesiva para el autor. Pero llevada su alma al cielo, es éste, paradójicamente, el momento en que Laura se convierte en la mujer comprensiva y cer­cana que no fue en vida. A través de diferentes visio­nes del poeta o apariciones de la amada, Laura lleva con sus palabras el consuelo, justificándose ante él de su comportamiento en vida, y ofreciéndose como camino hacia el arrepentimiento y la salvación.

De igual manera el poeta llama a la muerte para reunir­se con su amada y confiesa su cansancio y el error por haberla amado demasiado, pidiendo a Dios una buena y pacífica muerte. Como hemos dicho el Cancionero ter­mina con una piadosa oración a la Virgen María, a quien ofrece en prenda su amor. (SONETOS IN MORTE:CCLXXIX,CCLXXXVIII, CCXCII,CCXCIX, CCCXIX)

Es de destacar igualmente en los poemas la pre­sencia del dios Amor, con quien el poeta dialoga cons­tantemente, y la conciencia clara de estar creando su propia obra en honor de la mujer amada, a la que sus poemas darán fama e inmortalidad.

Frente a la desmesura y expresividad del mundo y el lenguaje dantesco, el de Petrarca se caracteriza por su armonía, equilibrio y claridad, por su tono noble y elevado, fruto de una recreación intelectual y a menudo un tanto artificiosa, mezcla de humanidad y distanciamiento, pero que sería consagrada como el lenguaje que mejor expresa los sentimientos de una clase refinada, sofisti­cada, alejada de la vulgaridad de la realidad, que se reconoce orgullosa de sí misma en esa misma elegan­cia, contención y sublimación de los sentimientos.

 

El conflicto humano del Cancionero

 

La mujer cortés [la de los trovadores] es  solitaria, autónoma, plenamente autosu­ficiente; la mujer estilnovística nace de una proyección interior, es una creación refleja, y vive sólo en la estática admiración de los hombres de corazón gentil, a plena luz y no encerrada en un castillo , mientras un lu­minoso aire primaveral brilla en torno suyo. Se consuma la feliz y definitiva superación del embarazo­so, por no decir más, contraste entre la teórica del amor cortés adúltero y la moral cristiana. En esta renovación, genuina­mente moral y cristiana, en el cuadro de las nuevas es­tructuras sociales y culturales, surge ya, desde dentro, di­námicamente, la primera imagen femenina del mundo moderno: Laura .

Según Petrarca, Laura era modelo de virtudes. Como ello se ve con claridad en los versos del Cancionero, baste con aportar aquí el testimonio del Secreto , según el cual observaba una «conducta superior cuyo ejemplo me enseña a vivir como en el cielo », por lo que «en ningún momento ha habido en mi amor nada torpe ni impuro, nada culpable, salvo la desmesura .» Pero la desmesu­ra no es, en realidad, la única culpa de que podía acu­sarse Petrarca, pues la lectura del Cancionero deja bien claro que el poeta siente haberse alejado, por culpa de este amor, del camino que lleva a Dios o, por lo menos, de haber descuidado sus deberes para con él, con los consiguientes perjuicios para quien tenía, como él, un ánimo profundamente cristiano. Nos encontramos, pues, ante la tragedia cristiana del amor humano, que los es­tilnovistas trataron de resolver mediante el expediente de la donna angelicata (la mujer angelical) y que Dante sublimó en la figu­ra, entre real y alegórica, de Beatriz. Y no es que Pe­trarca diese un paso atrás respecto a sus predecesores, sino que, siendo sus planteamientos profundos distintos de los de éstos, el problema -dado que su amor no reves­tía un carácter alegórico-, sólo queda resuelto con la muerte y la beatitud de Laura, y sólo queda el alma de una mujer que ha amado y cuya virtud, movida por el deseo de su propia salva­ción y la de su amante, ha sacrificado a ella la satisfac­ción de sus instintos.

Téngase en cuenta, además, que no hay vuelta atrás, sino un paso decisivo -mejor dicho, el paso decisivo- ­hacia la exaltación del amor cristiano, patente sobre todo en la segunda parte del Cancionero, puesto que el poeta prescinde de las instancias paganas del amor me­dieval, basado en las obras de Ovidio. En De vita solitaria, libro cuya redacción inició Petrarca en 1346, cuando todavía vivía Laura, trata al Ars amandi de «obra insana y muy justa causa, si no me engaño, de su exilio [del de Ovidio] » y poco más adelante repudia el deseo vergonzoso de quien, como este poeta romano, osa definir como feliz a quien se arruina en el acto ve­néreo. Podrá objetarse, y tal vez con razón, que Petrarca escribió estas palabras cuando ya daba por imposible la consumación de su amor. ¿Pero qué clase de consu­mación, cabe preguntarse, es la que concebía? Porque en el Cancionero hay momentos en los que se transpa­renta la sensualidad del poeta. Sea de ello lo que quiera, lo que parece cierto es que la tragedia del amor petrar­quesco reside -si nos atenemos al Cancionero- en la contradicción entre lo sensual y lo espiritual o, si se quiere, entre el placer sensual y el placer espiritual di­manantes de un mismo objeto amoroso. Por eso hemos dicho que el Cancionero es un testimonio de la tragedia cristiana del amor humano, y en este sentido ha de ser entendida esta afirmación.

 La contención con que todo es expresado en el Cancionero, salvo la admiración por Laura y el dolor causado por sus desdenes, se debe a que las rimas no suelen ser oca­sionales, sino producto de una larga elaboración de la experiencia, confiada en primer lugar a la memoria y, luego, a un continuo trabajo de lima, es decir, de co­rrección,los cuales tienden a amortiguar pudorosamente la desnudez de ciertos sentimientos.

El Cancionero no es un simple libro de amor, sino  la expresión de las contradic­ciones del amor en un ánimo entusiasta y atormentado que conoce la caducidad y la relatividad de la belleza y medita frecuentemente sobre la muerte. Y no es sólo la fe cristiana la que añade una nueva dimensión al Cancionero, sino que también añade la suya la propia razón natural, alimentada por la experiencia. Así, en De remeiis utriusque fortune, un tratadito dialogado de la edad madura del poeta, la Razón dice al Placer que «el amor es un fuego escondido, una herida que produce placer, un veneno sabroso, una dulce amargura, una enfermedad deleitosa, un gozoso tormento, una muerte atrayente». ¿No parece que estamos leyendo un resumen de lugares comunes del Cancionero? ( Sonetos CXXXII,CXXXIV, CLXXVIII.)

 ¿De dónde viene este lenguaje? Su averiguación tal vez pueda lanzar un haz de luz sobre las páginas del Cancionero.

Algunos médicos medievales consideraban al amor no como una verdadera y propia enfermedad, sino como un fuerte deseo que a veces puede llevar al organismo de quien lo siente a un estado verdaderamente patológico . Sin embargo, la ciencia médica venía creyendo desde finales del siglo v a. C., que la pasión amorosa era una verda­dera enfermedad, opinión que se remonta más preci­samente a la doctrina de la melancolía y de la locura desarrollada por los médicos de la escuela hipocrática. Esta doctrina fue adoptada por el médico romano Galeno y por su escuela y, gracias a ella, la pasión amorosa pasó a ser conocida durante la Edad Media con el nombre de aegritudo amoris o mal de amor. Adviértase que no se trata de una expre­sión metafórica, sino de una definición científica. Los estudiosos la consideraban como una en­fermedad mental relacionada con la melancolía y con la locura, lo que no quiere decir que no tuviese graves repercusiones en la salud orgánica.

 La doctrina de la Iglesia consideraba el deseo de los sentidos -y como tal era definido el amor- como un efecto del pecado original que puede llegar a perturbar gravemente el equilibrio mental de quien lo sufre, con­vertirle en espiritualmente ciego y apartarle del amor de Dios . Y éste es, precisamente, uno de los motivos que suelen aparecer en el Cancionero y en otras obras de nuestro poeta relacionables con él (LXII). Petrarca, en efec­to, llegó a temer que, como quiere esta teoría de la aegritudo amoris, enriquecida por las tradiciones griega, romana, árabe y cristiana, su enfermedad, orgánica y espiritual al mismo tiempo, pudiera producir, si no su muerte física -cosa que había producido en otros-, sí su muerte espiritual. De ahí que defienda la pureza de su amor y trate de sublimar -pero no alegóricamente como los estilnovistas, sino en un plano real y literal- ­sus irrenunciables sentimientos por Laura. No pretendemos -ni mucho menos- reducir el Can­cionero a las memorias poéticas de una víctima de la aegritudo amoris, sino tan sólo llamar la atención sobre la impronta de esta teoría,  médico-teológica, en la obra de Petrarca. Y, con este propósito, es conveniente referirse a la sinto­matología de la aegritudo amoris, de la que hay claras huellas en el Cancionero. Aristóteles, que fue el primero que dio una forma cien­tífica a la doctrina del mal de amor, aseguraba que éste producía una ebullición de la sangre en torno al corazón (el corazón ardiente de los enamorados), y sus intérpretes  árabes creían que el amor es un impulso que tiene su origen en el corazón y que sus consecuencias son un dolor inquieto, el con­tinuo insomnio, la pasión sin esperanza, la tristeza y el agotamiento mental; efectos que son, a su vez, síntomas para el diagnóstico del mal. Otros síntomas son la pérdida del apetito por la comida y la bebida, la ten­dencia a la soledad y a la misantropía, los suspiros y el llanto, a todos los cuales, incluidos los anteriores, en­contramos referencias claras y reiteradas en el Cancio­nero; y no podemos pensar que se trate de simples re­cursos retóricos, puesto que el fino análisis a que Petrarca somete, en ésta y en otras de sus obras, a su pasión nos convence de lo contrario. (XVII,XLIX, C, CVII, CLXIV, CCXVI)

La necesidad de consolación me­diante el autoanálisis psicológico llevado a cabo por  Petrarca da lugar a que, no Laura, sino el propio poeta campee en el Cancionero como protagonista, puesto que no son los acontecimientos exteriores del amor por ella, sino sus repercusiones en la vida íntima del escritor los que constituyen su materia afectiva. Laura, sin embargo, se nos aparece en las rimas como una mujer viva, pintada más realísticamente que las amadas, en nada inferiores a ella -y pensamos al escribir esto en la Beatriz dantesca- del stil nuovo, es decir, como un ente histórico, fuesen cuales fuesen su nombre y su estado, que ha pasado a la posteridad gracias a su protagonismo en el Cancionero.
Para lograrlo, Petrarca tuvo que enlazar con la poesía anterior al estilnovismo, es decir, con el rea­lismo de dicha poesía, y en especial con el de la escuela trovadoresca. Así, la complejidad de la poesía que estudiamos sólo es comparable con su originalidad, puesto que lo que hay en ella de imitación ha sido elevado, casi mila­grosamente, a nueva e intrigante categoría artística.

Tratando de resumir, puede decirse que el Cancionero se halla dominado por una tensión entre la objetividad -y cuanto se refiere a la aegritudo ha de considerarse, según el pensamiento de la época, científico y objetivo-, la llamada al orden artístico y al orden moral  y la subjetividad, lo instintivo -entre lo que ha de contarse el impulso provocador de dicha aegritudo-, la llamada de la pasión movida por los sentidos,  o, si se quiere, entre la razón y los afectos; tensión ésta que se resuelve, por la sinceridad con que es tratada, y pese a los frenos que el arte pone a la palabra poética, en la menos conven­cional -en cuanto instauradora de sus propias reglas­ -de las poesías líricas que, hasta que ella apareció, habían sido escritas. Y éste es el más bello y preciado de sus muchos valores.

 

Componentes literarios del petrarquismo

 

La poesía amorosa de Petrarca se nutre de elementos ya presentes en tendencias anteriores. Así, recoge abundantes conceptos de la tradición trovadoresca; pero cuando estos conceptos llegan a Petrarca, han pasado ya por el tamiz espiritualizador del dolce stil nuovo.

 El petrarquismo añade a todo este acervo elementos decisivamente innovadores. En primer lugar, la complacencia en la introspección del yo más íntimo, revelado poéticamente con una complejidad psicológica desconocida hasta entonces. En segundo lugar, una humanización de la amada, que, sin menoscabo de su condición divina, le devuelve su inmediatez terrena, fuente de perfecciones físicas que el poeta no duda en exaltar una y otra vez. Y en tercer lugar, la intervención lírica de la naturaleza, en cuyo devenir el autor siente inmerso su conflicto amoroso. Todo ello expresado en un estilo distinto, influido todavía por la tendencia medieval a la abstracción, pero capaz de acentos de una franqueza emocional con la que el lector puede identificarse fácilmente.

Esta nueva orientación, más directa y humana, más profunda, de la experiencia amorosa favoreció que el petrarquismo se asentase como corriente literaria ya desde el siglo XV, que determinase el carácter de la poesía amorosa del Renacimiento europeo y que, a partir de entonces, su impronta nunca haya dejado de ser perceptible del todo. Además, cuando el movimiento se expandió por Europa, llevaba incorporados ya otros componentes. Entre ellos resultaban esenciales los derivados de la filosofía platónica, que, convenientemente adecuada a los nuevos principios ideológicos, propugnaba una forma superior de idealismo, aplicable tanto a las relaciones amorosas como a las relaciones del hombre con la naturaleza.

El Amor es anhelo de belleza: según la filosofía neoplatónica, Dios ,que es la Belleza y la Bondad supremas, se proyecta sobre todas las criaturas. La amada es, pues, un reflejo de la divinidad: su belleza y su bondad son destellos de la belleza y bondad divinas.

• Esa divinización de la Amada conduce a la consideración del amor como un acto de adoración, de veneración, de culto casi religioso que impulsa al poeta a proclamar las perfecciones físicas y espirituales de la dama, pero de un modo impreciso, mediatizado por el principio de la discreción cortés.

• La Amada responde con la indiferencia: adopta una actitud esquiva, distante. El poeta, afligido por la condición inalcanzable de su amor y consciente de la imposibilidad de dejar de amar (porque ese es su destino)experimenta un dolor insufrible, pero al mismo tiempo gozoso.

• Entre lamentos, le reprocha a su amada su condición esquiva.

 • Rehúye toda compañía y se refugia en la Naturaleza.

• Se recluye en sí mismo y analiza minuciosamente sus estados de ánimo, (introspección).

 

 

 

Visión poética de la mujer amada

 

El ideal de belleza femenina que instaura el Renacimiento queda plasmado literalmente en un estereotipo, entre cuyos principales elementos se cuentan: cabellera rubia; tez muy blanca, pero de sonrosadas mejillas; ojos radiantes; frente tersa; labios cuyo color contrasta con la blancura nítida de los dientes; cuello alto y erguido... Aunque con abundantes excepciones, el retrato poético suele limitarse al busto de la dama. Es un retrato selectivo y, como tal, tampoco necesita incluir siempre todos los elementos enumerados. Dos de ellos, sin embargo, alcanzan una particular importancia y se erigen a menudo en objeto exclusivo del poema: los ojos, cauce del fluir amoroso, y los cabellos, imaginados como una red de amor en la cual se siente atrapada la voluntad del poeta.  (CLXXXI)

Desde el punto de vista expresivo, la idealización poética de la amada sigue un proceso de hiperbolización metafórica que identifica esos componentes físicos con ciertas realidades naturales, cuya sola mención resulta ya embellecedora: cabellos‑oro, sol; tez‑rosa, azucena o, en alusión a la frialdad, a la dureza de la dama, nieve, mármol; ojos, siempre claros (luminosos), ‑astros; labios‑clavel, coral, rubí; dientes‑perlas; cuello‑cisne, que además connota blancura. (CLVII, CCXX)

En términos neoplatónicos, esta belleza externa es sólo un eco de la belleza interior de la amada y ambas constituyen un destello en la tierra de la belleza y la bondad divinas. Exaltando la hermosura visible queda, pues, exaltada asimismo la íntima y oculta. Ello explica que las cualidades espirituales de la dama rara vez aparezcan enunciadas explícitamente. Basta, en todo caso, con poner de manifiesto su honestidad, atributo integrador de todas las virtudes cortesanas, incluida, desde luego, la que le prohíbe acceder a las demandas amorosas del poeta. (CXV, CLIV, CLIX)

En la concepción poética del ser amado intervienen también diversas alternativas simbólicas. A veces, su presencia permanece vinculada a determinados fenómenos naturales, entre los que destaca la luz. Y así, la dama se asocia con la aurora que ilumina la hasta entonces oscura existencia del autor. Es igualmente fuego, que abrasa el alma del enamorado y la purifica a través del dolor  (XIX). Por otra parte, su índole sobrehumana justifica los efectos que su aparición provoca en la naturaleza: el transcurrir establecido de ésta se interrumpe misteriosamente; en ocasiones, estalla una inesperada primavera que las huellas de la amada inundan de flores; en otras, por el contrario, es su repentina ausencia la que agosta los campos y malogra los frutos de la tierra. (CLXV, CXCII)

Esta propensión divinizadora no desaprovechará los recursos expresivos que le sugiere la mitología clásica. Por ejemplo, la identificación de la dama con una diosa o, más modesta y comúnmente, con una semidiosa. Baste citar el caso del término ninfa, tan frecuentemente lexicalizado como sinónimo de amada. (CLXXXV)

 

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