Tema
IV. Montaigne y el nacimiento del ensayo
- La
aparición de un nuevo género
- Un
modelo de prosa literaria
- ¿Qué
son los ensayos?
- Características
de los Ensayos
- El
pensamiento de Montaigne
La aparición de un nuevo género
Michel d'Eyquem, señor de
Montaigne, (1533‑1592, Saint Michel de Montaigne), “el severo señor de la
Montaña”, como le llamaba Francisco de Quevedo, nació cerca de Burdeos, hijo de
padre comerciante y de madre de origen judío portugués. Fue educado
exclusivamente en latín por un preceptor alemán. Graduado en leyes, fue miembro
del parlamento de Burdeos, formó parte de la corte real y sufrió la guerra que
asoló Francia desde 1562 a 1598. Hacia 1572, asustado por la matanza de
hugonotes (protestantes franceses) en la noche de San Bartolomé, Montaigne se
retiró de la vida pública a su castillo.
La biblioteca, ubicada en una
torre, se convierte en su refugio favorito, pese a lo cual se vio obligado a
participar en la alta política de su país, viajando ocasionalmente por Europa
como embajador personal del rey Enrique III de Francia, a petición del cual
acabó más tarde aceptando el puesto de alcalde de Burdeos. En 1576 sufrió una
fuerte crisis, tal y como se lee en el lema que hizo grabar en una medalla: «Me
abstengo». Resumía así su postura vital e intelectual: el escepticismo ante
toda afirmación rotunda.
El
ensayo es uno de los géneros literarios más cultivados en la actualidad. Es un género
relativamente nuevo que surgió en el Renacimiento como vehículo de expresión de
una nueva mentalidad. Dos son las razones fundamentales de su aparición en la
Edad Moderna: por una parte, en el Renacimiento, el hombre pasa a ser el centro de interés del pensamiento de la época;
por otro lado, en el ensayo encuentra cauce una nueva forma de pensar,
sostenida por la filosofía humanista, que buscaba
contrastar el saber adquirido con la propia experiencia individual. «Sin
duda hablo a veces de cosas que han tratado mejor y con más verdad los maestros
de los respectivos oficios. Yo aquí me limito a ensayar mis facultades naturales
y no las adquiridas», dice en una ocasión.
Los
antecedentes del ensayo se hallan en la forma clásica de los discursos, que había sido
imitada en el Renacimiento por autores como Erasmo de Rotterdam en sus Adagia
(1500): ejercicios de elocuencia escrita en los que se partía de un lema o
proverbio conocido, o de un tema de discusión, para hacer exhibiciones de
estilo. Montaigne no usa ya lemas y los
asuntos sobre los que escribe dejan de ser los convencionales: en lugar de
recurrir a temas como el de la grandeza romana, pasa a tratar asuntos
originales, acudiendo en su argumentación a sus propias experiencias, tan
válidas como los ejemplos de las grandes figuras de la Antigüedad.
Un modelo de prosa literaria
Los
Ensayos se convirtieron en modelo para la prosa literaria. Montaigne fue
el gran dignificador de la lengua cotidiana francesa. Su expresión busca la
claridad y la sencillez de la lengua común. Sorprende la modernidad con que
relaciona la expresión verbal con el pensamiento y la conducta humana, por eso
aboga por un lenguaje que suavice y relativice las ideas:
“Me hacen odiar las cosas
verosímiles cuando me las plantan por infalibles. Me gustan esas palabras que
ablandan y moderan la temeridad de nuestras proposiciones: «Acaso», «Algún», «Se
dice», «Yo pienso», y semejantes. Y si hubiese tenido que educar niños, les
habría puesto en la boca ese modo de responder, inquisitivo, no resolutivo.”
¿Qué son los ensayos?
En 1574 empezó a escribir sus
originales piezas que reuniría bajo el nombre de Essays (ensayos),
título inédito hasta entonces, y que significaba
«experiencias» o «tentativas». Los Ensayos fueron publicados con
sucesivas enmiendas y ampliaciones por parte de Montaigne en 1580, 1588 y en
1590, en edición póstuma. Con ello, Montaigne
inaugura un nuevo género. Se trataba de unos escritos en prosa, de extensión
breve, en los que el autor ofrecía una visión personalísima y subjetiva sobre
temas diversos.
Montaigne expone sus ideas de
una manera clara, precisa y sin perder nunca el sentido del humor. Demuestra
tener una mentalidad moderna e independiente por la libertad con que habla;
además, su escepticismo sorprende en una
época de fanatismo y de cerrazón religiosa. Por ello, muchos de sus
contemporáneos vieron en los Ensayos un libro peligroso.
Las principales características del nuevo género
son las siguientes:
a) Existe una constante
presencia del yo‑autor: « yo soy
el tema de mi libro», dice en el prefacio al lector. Escrito en primera
persona, uno de los mayores logros del libro es que, en el proceso de
elaboración de sus ensayos, crea una personalidad, un yo: «éstas son solamente
mis fantasías, con las que no pretendo hacer conocer las cosas, sino hacerme
conocer yo».
b) El eclecticismo del género iniciado en los Ensayos se observa
en la heterogeneidad de los asuntos tratados, desde sus cálculos de riñón
(algo a lo que siempre tuvo miedo, heredado de su padre) a consideraciones
sobre Cicerón; aunque suelen repetirse
tres motivos: la lectura de los clásicos, la reflexión filosófica y los límites
del conocimiento.
C) Tono subjetivo y personal. El autor interpreta el mundo desde su
experiencia personal. Se configura así uno de los rasgos distintivos del nuevo
género, que ofrece una reflexión sobre cualquier aspecto de la realidad a
través de la figura del intelectual como ser pensante e independiente.
EL
PENSAMIENTO DE MONTAIGNE
Por lo que se refiere al
pensamiento de Montaigne ‑pues, ciertamente, en su caso, no cabe hablar de
filosofía, dado el carácter itinerante y experimental de su discurso, contrario
a todo sistema‑, se puede establecer una evolución que iría de una cierta
adscripción inicial al estoicismo, a una toma de partido por el escepticismo ‑cuando
adopta la divisa que sais je‑,
pero que culmina, en definitiva, en un aprendizaje
del arte de vivir.
Poco a poco, sin embargo,
Montaigne se aleja de la austera doctrina estoica, al tiempo que su pensamiento
va adquiriendo mayor independencia, pues la experiencia le ha mostrado, en
todos los campos, absurdos análogos a los que ha observado en su carrera de
magistrado. En este sentido, son de destacar, en particular, sus reflexiones
sobre los horrores de las guerras civiles, sólo imputables al fanatismo, y por
los cuales llega a rechazar todo dogmatismo. Así, la duda invade su pensamiento
y, en consecuencia, adopta como lema ¿qué sé yo? Montaigne cuestiona la
razón humana y muestra que la «estupidez brutal» de los animales,
tan sólo armados de su instinto, supera todo aquello de lo que es capaz «nuestra
divina inteligencia». El hombre no puede alcanzar la verdad, pues
la ciencia y la sabiduría sólo pertenecen a Dios: la ciencia de la que nos
jactamos es, por tanto, inútil y vana; la filosofía es un tejido de
contradicciones, y la esencia de las cosas nos sigue siendo inaccesible.
A partir de este momento,
puede decirse que Montaigne rechaza cualquier sistema no sólo como fuente de
conocimiento y de conducta ética, sino también como objetivo de su propio
discurso, porque ha comprendido que la única ciencia posible es una ciencia personal,
válida exclusivamente en una perspectiva individual; en definitiva, lo que él
mismo llama «ma science» (mi ciencia). Por ello resulta perfectamente lógico
que los ensayos redactados a partir de 1577 estén esencialmente compuestos de
observaciones personales, respondiendo de este modo, con absoluta adecuación a
su advertencia al lector «Quiero que en él ‑en el libro‑ me vean con
mis maneras sencillas, naturales y ordinarias, sin disimulo ni artificio: pues
píntome a mí mismo». (Al lector.)
De todo ello, en cualquier
caso, Montaigne supo extraer una serie de lecciones positivas, que bien
podríamos resumir en un solo aprendizaje: el arte de vivir.
Y
es que, en efecto, para Montaigne, heredero de la sabiduría antigua, el gran
problema del ser humano es la felicidad; y ésta, en su caso, pasa por el
sometimiento, por el abandono sin reservas a la naturaleza, es decir, a las
exigencias profundas de nuestro ser. Por esta razón, la escucha
atenta y el hondo conocimiento de sí mismo resultan imprescindibles. Montaigne
se analiza, se observa y se describe para discernir mejor sus gustos
verdaderos, sus necesidades y sus imperfecciones, y así, «gozar fielmente de
su ser», siguiendo la inclinación de sus deseos y las pautas de su
instinto. Se trata, en definitiva, de llegar a ser lo que verdaderamente se es,
dando libre curso al propio yo y, de esta suerte, poder «complacerse en uno
mismo».
A diferencia de otros muchos
pensadores, Montaigne no se pregunta ¿qué es el hombre?, sino ¿qué soy yo?,
manifestando ya en su punto de partida, al introducir este pequeño, pero
sustancial matiz, un primer signo de modernidad. «Así, lector, yo mismo soy
la materia de mi libro», dirá en su advertencia al lector. Y es justamente
para contestar a esta pregunta, y así conocer los límites y la esencia de su yo
más profundo, más íntimo ‑pues no quiere ahondar ni manifestar su faceta
pública o social, sino su ser más doméstico y privado («yo soy el primero
en dar a conocer mi ser total, en mostrarme como Michel de Montaigne, no como gramático,
o poeta, o jurisconsulto»), para ello, por tanto, es para lo que emprende
el estudio o, más exactamente, el ensayo de su individualidad.
Ahora bien, el objetivo de su
empresa ‑llegar a ser lo que verdaderamente se es‑ y el medio para conseguirlo ‑la
búsqueda del yo‑ no son, en definitiva, más que una única y misma operación;
conocerse y aprehenderse a sí mismo.
Lo que Montaigne quiere
descubrir en el hombre, esto es, en sí mismo, es su originalidad, su
diversidad. Esta es su ciencia moral;
ciencia que consiste en el conocimiento empírico y detallado de las
características y rasgos particulares del individuo, que ignora
voluntariamente los juicios de valor y la tutela moral. Efectivamente, su
ciencia no pretende una transformación del ser que sirva de ejemplo, sino una
asunción total y absoluta de la realidad del yo, asunción que, por otra parte,
sólo conseguirá aceptando su propia individualidad. El hombre puede ser feliz;
pero debe sacar su felicidad de sus mismas insuficiencias. No pedirle demasiado
a su propia razón ni a su voluntad. No aferrarse a una actitud heroica. No
pedir tampoco demasiado a los demás, sino gozarse en su compañía.
Por ello, Montaigne desvela
con todo detalle sus debilidades y sus flaquezas: «Todo lo mío es tosco;
carece de elegancia y belleza. (...). Por otra parte, no es mi lenguaje nada
elegante ni pulido: es rudo y desdeñoso por ser su fluir libre y desordenado;
y así place, si no a mi juicio, sí a mi inclinación». Conocemos así sus
particularidades físicas, sus digestiones, los vestidos que prefiere y el
empleo de sus días. Está más inspirado cuando relata con toda sinceridad los
rasgos de su carácter. No tiene ninguna tendencia a sobreestimarse; por el
contrario, según nos confiesa menosprecia voluntariamente sus cualidades.
Afirma que su inteligencia y su esprit son muy comunes. No hace un papel muy
lucido en sociedad, y las cualidades que posee no le sirven de gran cosa. No
tiene memoria, su juicio es débil, trabaja sin espíritu de continuidad, se
tiene por voluble y lleno de contradicciones. No se reconoce más que una
absoluta buena fe, tiene conciencia de sus limitaciones, y también (pero esto
en común con los demás hombres) esta eminente dignidad que consiste en no ser
absolutamente parecido a nadie. Pero nunca en él la confesión contempla el
sentimiento de culpa, la desesperación, el pesar o el remordimiento. Su ciencia no tiene como punto de
referencia una moral coercitiva y absoluta, destinada a cohibir la
individualidad del ser; persigue, por el contrario, una ética personal, válida
únicamente desde una perspectiva individual. Montaigne no cree en una
perfectibilidad moral, intelectual y espiritual de toda la condición humana; no
cree más que en su propia perfectibilidad, pero también es consciente de
que no es por medio del arrepentimiento como conseguirá alcanzarla, sino
justamente por la total asunción de su realidad. En otras palabras, no
conseguirá asumir su realidad si no es aceptando su propia individualidad.
Por esta razón, para
Montaigne, la contrición, acto básico en la doctrina religiosa cristiana,
carece de efecto sobre la esencia del yo. El hombre es más auténtico cuando se
acepta, cuando conscientemente se asume, que cuando intenta cambiarse. Y así,
en esta dinámica de conversión hacia lo que verdaderamente se es, otra intención
pasiva toma el lugar del arrepentimiento activo; es la voluntad de aceptar la
propia realidad, asumiendo la unicidad del momento, es decir, ser dócilmente
fiel a uno mismo en cada instante.
Este es su retrato en el más estricto sentido
de la palabra; pero Montaigne no tarda en ampliarlo. Cuando nos comunica sus
gustos literarios, su persona va desapareciendo cada vez más ante las obras que
aprecia. Y con mayor razón en el curso de sus viajes. Montaigne había recorrido
la mitad de Italia, de Austria y una parte de Alemania y de Suiza, como un
viajero curioso. Además de algunas alusiones en los Ensayos, tenemos su
diario de viaje. Como por el pasado, le vemos interesado por los espectáculos
nuevos y por las nuevas creencias, y cuidadoso de no dejarse desconcertar por
la extrañeza de las costumbres desconocidas. Descubre, en fin (aunque ya lo
había presentido), que a pesar de las diferencias individuales, «todo hombre
lleva en sí un ejemplar de la condición humana».
Por lo que se refiere a otros
aspectos más concretos de su pensamiento, deben mencionarse sus posturas
política y religiosa, así como su propuesta en materia de educación.
En relación con las dos primeras, el
conservadurismo es, sin duda, una de las características más relevantes del
autor de los Ensayos. Resuelto defensor de la tradición, Montaigne, en
efecto, se muestra reacio a todo cambio, a toda acción que altere el orden
establecido («Me disgusta la novedad, cualquiera que sea la apariencia que
presente; y tengo motivos, pues he visto consecuencias muy perjudiciales»,)
No confía ciertamente en el juego socio‑político, ni cree en una forma ideal de
gobierno o en la verdad absoluta del dogma, pues la razón humana fracasa en
esos campos. Pero es precisamente, por ello, por lo que considera que
resultaría vano derrocar el régimen y arruinar la religión tradicional. Por
mala que sea una constitución, no se puede garantizar que la que la reemplace
sea mejor; y, por otra parte, sería igualmente peligroso rechazar creencias
seculares («Hasta el mejor pretexto de novedad es peligroso”). Así,
Montaigne, pese a su escepticismo, defiende la monarquía y practica el
catolicismo.
Ahora bien, este práctico y
público estabilismo no le impide preservar su libertad interior y defender
con valentía y, en ocasiones, con cierto acaloramiento, actitudes muchas veces
contrarias al statu quo establecido. Así, en nombre de la humanidad, denuncia
las crueldades de la justicia y, en particular las instrucciones preparatorias
y la tortura («No me escandalizan tanto los salvajes por asar y comer los
cuerpos de los difuntos como aquellos que atormentan y persiguen a los vivos»,);
alza su voz contra todos los prejuicios y abusos inveterados; o critica
duramente el modo en el que se conquistó el Nuevo Mundo.
En el ensayo De la
educación de los hijos, junto con el recuerdo de su propia infancia y
juventud, Montaigne expone con extraordinaria precisión sus ideas pedagógicas.
Pero no se trata, aquí tampoco, de un tratado completo y sistemático sobre la
educación, sino de una reflexión que formula atendiendo a la petición de Diana
de Foix: «quiero deciros a este respecto una única idea que tengo por
contraria a la costumbre común; es todo lo que puedo poner a vuestro servicio
en esto».
Esta idea se resume en un
principio: el joven gentilhombre debe ser formado, no para convertirse en un
futuro sabio, sino para llegar a ser un hombre capacitado, es decir, un hombre
adaptado a las exigencias de su rango y de su función en el Estado. Y así, en
perfecta consonancia con el principio, los métodos para conseguirlo se reducen
a una educación libre e individual, cuyos puntos principales son: la adaptación
de las lecciones del preceptor a los talentos del discípulo, el control de la
asimilación de las enseñanzas, la ejercitación del juicio (contra el
dogmatismo) y de la comprensión (contra la cultura de libro) y la búsqueda de
la dialéctica con los hombres, en la urbanidad y el respeto de la verdad para
sí y para los demás. Por ello, en este marco, el diálogo, la lectura y los
viajes son piezas clave para la formación del espíritu crítico del alumno. De
este modo, gracias a estos métodos, el niño abandonará el regazo de su madre,
saldrá de sí mismo y adquirirá el sentido de la relatividad y de los límites
individuales.
Por otra parte, Montaigne
insiste mucho en el aprendizaje precoz de la filosofía, a condición de que ésta
se confunda con el arte de vivir; de ahí, que sea esencialmente en los aspectos
morales de esta disciplina en los que haya que hacer mayor hincapié: «Nada
hay más alegre, vigoroso, jovial e incluso diría que juguetón.» Y es que,
en efecto, la virtud que enseña la filosofía es «hermosa, triunfante,
amorosa, igualmente deliciosa y valiente».
Junto con la enseñanza
agradable y constante de la filosofía, Montaigne propone asimismo una
permanente aplicación en el ejercicio físico. Hay que fortalecer, incluso
endurecer el cuerpo, para completar la formación del joven, pues «no es un
alma, no es un cuerpo... Es un hombre».
Siendo éste, en consecuencia,
el objetivo último de su propuesta, se comprende fácilmente que Montaigne sustituya la erudición y la
acumulación de conocimientos por el desarrollo de la inteligencia y la
personalidad individual, como métodos más válidos que permitan la transformación
del niño en hombre.
CARACTERÍSTICAS
FORMALES DE LOS ENSAYOS
Por lo que se refiere a la
estructuración formal de los Ensayos, una de las particularidades más
llamativas del texto de Montaigne es, sin duda, el carácter heterogéneo y, en
cierto modo, deshilvanado que presenta. Pues, ciertamente, considerando la
estructura formal del texto, se observa una interpolación constante de
segmentos narrativos, descriptivos y reflexivos, que parece ignorar la
condición específica de cada una de estas tres categorías. Ya que, de hecho,
con frecuencia Montaigne inicia un capítulo partiendo de una idea precisa y
concreta, que abandona posteriormente de forma categórica, perdiéndose en
narraciones ajenas a ella, para terminarlo con otra totalmente distinta. O bien,
se alarga en descripciones enormemente prolijas y minuciosas sobre su propia
persona («Soy, por lo demás, de complexión fuerte y fornida; de rostro lleno
mas no gordo; de carácter entre jovial y melancólico, medianamente sanguíneo y
caliente (...); de buena y alegre salud, raramente enturbiada por las
enfermedades (...)».Pero todas estas descripciones detalladas, toda esta
amalgama de segmentos narrativos y reflexivos tienen un sentido y una
significación muy precisa; apuntan y fijan firmemente la realidad propia,
original e irrepetible del yo de Montaigne. De una cosa podemos estar seguros:
de que no se proponía agotar los asuntos de los cuales trataba. De hecho, con
mucha frecuencia cambia de tema al cabo de algunas líneas. Procede siempre por
asociación de ideas: una consideración secundaria llega a ocupar un puesto
esencial, y un ejemplo que le viene a la mente le lleva a tratar cuestiones muy
distintas. Estas sucesivas aportaciones, muchas veces contradictorias, y a
menudo mal ligadas entre sí, alargan los párrafos. Hay que resignarse a leer
los Ensayos por fragmentos, tal como Montaigne los escribió.
Montaigne procede, por tanto,
por yuxtaposición de segmentos que se suceden siguiendo exclusivamente el orden
de su composición, es decir, el orden impuesto por las asociaciones que le
sugiere el tema tratado en cada momento: «No es más que una marquetería mal
ensamblada». Estructura fraccionaria, por consiguiente, que, por otra
parte, se corresponde exactamente con la estructura del yo, cuya aprehensión
por la escritura constituye el objetivo perseguido por Montaigne.
En efecto, esta forma abierta
es la réplica, la repetición literaria de ese abandono al instante presente y a
su inagotable fecundidad, que Montaigne concibe y practica en su vida y en su
pensamiento. Las mismas palabras con que caracteriza a este último («impremeditado
y fortuito») aparecen de nuevo cuando describe la estructura formal de sus Ensayos:
« Mi intención es aparentar un profundo descuido y unos movimientos
fortuitos e impremeditado como si naciesen de las ocasiones presentes».
Por otro lado, las digresiones tienen también una
importancia capital. Constituyen un elemento componente esencial del
ensayo, pues son la línea ondeante a través de la cual se expresa la subjetividad
fluente.
Así pues, Montaigne recurre a esta forma fragmentaria y abierta
porque es la expresión natural de la subjetividad absoluta. El objeto del
ensayo ‑la esencia del yo‑, inestable en sí mismo no encuentra reflejo o
expresión apropiada más que en una forma abierta, libre, flexible; en una
palabra, igualmente inestable, ya que los contenidos de la introspección no
pueden decirse ni crearse en una composición rígida y estanca, en una escritura
que pretendiera erigirse en sistema, cualquiera que fuera su naturaleza
(filosófica, autobiográfica, etc...): «No describo mis gestos sino mi propia
persona, mi esencia».
En consecuencia, inconexión y
falta de ilación en el discurso de Montaigne que, sin embargo, son tan sólo
aparentes; pues, sí la unidad del ensayo no es evidente en su estructura
formal, sí lo es, no obstante, en su estructura profunda, visto el carácter
ontológico de la búsqueda montaigniana.
«No puedo asegurar mi
tema. Va confuso y vacilante con embriaguez natural. Tómolo en ese punto tal y
como está en el instante en el que me ocupo de él. No pinto el ser. Pinto el
paso: no el paso de una edad a otra, o, como dice el pueblo, de siete años en
siete años, sino día a día, minuto a minuto».
Montaigne aspira a la
subjetividad absoluta y, por ello, su idea de la verdad, liberándose de los
límites del conocimiento objetivo, se convierte en la idea de la veracidad
personal, individual y subjetiva; en una palabra, en la idea de la
autenticidad, es decir, aquello que es tan sólo verdad para Montaigne en el
momento en el que lo escribe. De ahí que la contradicción tenga perfecta
cabida, pues de hecho, deja de serlo si se acepta, como él lo hace, la
estructura del yo: «Es un registro de diversos y cambiantes hechos y de
ideas indecisas cuando no contrarias; ya sea porque soy otro yo mismo, ya
porque considere los temas por otras circunstancias y en otros aspectos. El
caso es que quizá me contradiga, mas la verdad, como decía Demades, no la
contradigo».
Pero, incluso cuando observa
la contradicción como tal, no sólo no la
rehúye, sino que la pone de manifiesto, ya que informa la base misma de la
estructura del yo, puesto que es, en definitiva, uno de sus elementos.
Montaigne pasa de forma
constante, en sus Ensayos, del estudio de sí al examen de su actividad literaria.
Meditar sobre su propia naturaleza y meditar sobre su expresión literaria se
reduce, en definitiva, a lo mismo. Es un mismo y único acto, porque el yo no
sólo se dice a través de la escritura, sino que ‑aún más‑ se hace en ella.
Por otra parte, la cuestión
del sentido de la obra ‑ ¿por qué escribir?‑ tiene en los Ensayos la
misma respuesta que la del sentido del estudio de sí. Escribir, para Montaigne,
es mantener un registro fiel de sí mismo, de lo que ocurre en él en el momento
presente de cada instante, pero siempre desde una óptica subjetiva. Pero este
registro, para ser fiel y auténtico, debe necesariamente realizarse a través de
la escritura, porque, como el propio Montaigne lo dice, el monólogo interior no
es suficiente.
La escritura constituye, por
tanto, el medio a través del cual Montaigne estudia y aprehende su yo, pero no
a través de la expresión de su realidad pasada, sino a través de la toma de
conciencia y de la asimilación de las transformaciones de la subjetividad
fluente. Así pues, Montaigne se conoce a sí mismo haciendo, esculpiendo su
propia imagen, es decir, escribiendo. La dinámica de su escritura y la de su yo
se desarrollan en paralelo sincrónicamente. «Nosotros, mi libro y yo, vamos
de acuerdo y con la misma marcha. En otros casos puédese elogiar la obra y
criticar al obrero, por separado; en éste no: si se ataca al uno, se ataca al
otro».
Cabe, por
consiguiente, afirmar que la escritura en Montaigne no sólo constituye el medio
que le permite el conocimiento de su yo, sino que es ella quien lo crea.
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